domingo, 15 de junio de 2014

FILOSOFÍA PRIMERA O METAFÍSICA


Aristóteles insiste en la anterioridad de la filosofía primera por respecto a las ciencias segundas (matemáticas y física). Porque si hay algo eterno, inmóvil y separado su conocimiento pertenecerá necesariamente a una ciencia teorética anterior a la física y a la matemática.

La anterioridad en A. que distingue tres sentidos:

a)      una posición definida por respecto a un punto de referencia llamado primero o principio.
b)     Anterioridad según el conocimiento
c)      Anterioridad según el conocimiento
[Se llaman anteriores todas las cosas que pueden existir independientemente]

De entre ellas las que mejor se adapta a la filosofía primera es la c, porque es la ciencia del ser primero según la esencia y según la naturaleza; ser que no necesitando de ningún otro para existir es aquel sin el cual otro no podría ser, tal ser es la ESENCIA entendida como sujeto y sustrato. Ciencia de aquella categoría del ser que imita mejor al ser divino. La anterioridad finalmente se aplica a la filosofía en todos sus sentidos.

La investigación teórica y práctica del hombre reproduce pero en sentido inverso el desarrollo espontáneo del cosmos, o posterior según la generación es anterior según la naturaleza o la esencia (lo perfecto es anterior a lo imperfecto en la esencia pero posterior en el de la generación.



Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.



LOS PRINCIPIOS EN ARISTÓTELES

Los principios tienen que ser claros y distintos. La ciencia de los principios debe ser la mejor conocida, la primera en el orden del saber. Para A el conocimiento se desarrolla en un orden que no es lógico sino cosmológico: ninguna demostración es posible si no se presupone la verdad de sus premisas: lo propio del silogismo es apoyarse en una verdad precedente. Pero si la demostración es algo que ya ha comenzado siempre, no habrá demostración posible del comienzo mismo: las premisas del primer principio serán primeras e indemostrables.

Las premisas son primeras, aunque indemostrables; pero son también primeras porque son indemostrables. Deben de ser causas de la conclusión, mejor conocidas que ella y anteriores a ella; causas pues no tenemos una ciencia de una cosa hasta el momento en que conocemos su causa; anteriores puesto que son causas, anteriores también desde el p.d.v. del conocimiento.

La anterioridad de las premisas ha de ser lógica cronológica y epistemológica a la vez; es preciso que estos tres órdenes coincidan si se quiere que sea posible la demostración, esto es, la ciencia.

El problema del comienzo se plantea en términos similares cuando se trata del conocimiento y del movimiento. En ambos casos la imposibilidad de una regresión al infinito obliga a establecer un termino absolutamente primero: una causa incausada (el primer motor), una premisa no deducida (que es el principio indemostrado de la demostración). El orden de la investigación efectiva no es del conocimiento ideal. 

A. descubre el saber como deducción pero a partir de una cosa que en último término no es deducida. Hay que admitir una modalidad de saber superior y que es la INTUICIÓN; será la intuición la que capte los principios y que no es sino el correlato cognitivo del principio, su manera de ser conocido; es aquello sin lo cual no puede conocerse en el caso de que sea cognoscible.

Un saber descendente que va de lo simple a lo complejo; saber mediato que depende de la intuición inmediata que se encuentra en su punto de partida; de manera que la conquista de ese punto de partida será la tarea previa de todo conocimiento.

Hay una dificultad que se presenta por relación a nosotros: hay que contar con un orden de investigación propiamente humano que no es sólo distinto sino sólo inverso de lo que sería el origen ideal del saber.

Y es que en sentido absoluto lo anterior es mejor conocido que lo posterior (así, el punto es mejor conocido que la línea, etc.) Pero de hacho y con respecto a nosotros ocurre a veces a la inversa (la superficie es percibida antes que la línea, y la línea antes que el punto); lo cual es definir lo anterior por medio de lo posterior.


Ilustración: Obra en construcción de Alberto Godoy, pintor cubano.


Ni siquiera el filosofo escapa a esa condición común; por tanto nuestra investigación sobre la esencia debe comenzar por los seres sensibles, así al comienzo resultarán mejor conocidos los objetos sensibles tras la penetración del espíritu ocurre al revés. Podría entonces así (y solamente de esta manera) que exista identidad de hacho entre lo mejor conocido para nosotros y lo mejor conocido en términos absolutos: se llega a las causas más cognoscibles a través de lo que es menos cognoscible en sí. Dicha coincidencia ha de ser considerada mediante un laborioso trabajo que define la investigación humana en cuanto tal.

La teología era denominada por A. filosofía primera no sólo porque su objeto era primero en el orden del ser sino porque también ella tenía que ser primera en el orden del saber.

El título de Metafísica si bien no se ajusta a la filosofía primera, ya que las investigaciones post-físicas (más allá de la física) no pueden dar lugar ni cumplir el proyecto de una ciencia anterior a la física. Hay que tomar en serio la anterioridad de la filosofía primera y la posterioridad de la metafísica.

Por tanto el título de Metafísica se aplica sin dificultad a esa ciencia que Aristóteles dejó sin nombre y que tiene por objeto no el ser divino sino el ser en su universalidad, es decir, el ser en cuanto ser.

Confundir bajo el nombre de Metafísica la ciencia del ser en cuanto ser (ontología) y la ciencia de lo divino (teología) vale tanto como condenarse a ignorar la especificidad de la primera alterando el sentido de la segunda  
 
SER Y LENGUAJE


LA SIGNIFICACIÓN

Aristóteles expresa que el símbolo no ocupa pura y simplemente el lugar de la cosa, no tiene semejanza alguna con ella y, sin embargo, a ella nos remite y la significa. Decir que las palabras son símbolos de los estados del alma o de las cosas mismas significa a un tiempo afirmar la realidad de un vínculo y de una distancia (por la cual se distingue el símbolo de la relación de semejanza) o también reconocer que hay una relación entre la palabra y la cosa pero que esa relación es problemática y revocable, por no ser natural.

No basta con decir que la palabra es el signo de ser, pues el signo puede ser una relación real y natural, algo que la palabra no es. El símbolo es a la vez más y menos que el signo: menos en cuanto no hay nada que sea naturalmente símbolo y la utilización de cierto símbolo como objeto implica cierta arbitrariedad; más en cuanto que la constitución de una relación simbólica exige una interiorización del espíritu que adopta la forma de imposición de un sentido.

Aristóteles define el discurso como un sonido oral que tiene una significación convencional. Significación convencional en el sentido de que nada es por naturaleza nombre sino que sólo lo es cuando lo llega a ser símbolo. Todo discurso es significativo no como instrumento natural sino por convención. El lenguaje no es una imagen, una imitación del ser, sino tan sólo un símbolo, y el símbolo debe definirse como un signo convencional.

A. distingue entre el discurso general y ese otro discurso de verdad o falsedad que es la proposición (especie del primero). El discurso en general es significativo no sólo en sí mismo sino también en sus partes. Pero la significación no es aún el juicio, en el sentido de que la significación hace abstracción de la existencia o inexistencia de la cosa significada; la significación no tiene alcance existencial por sí misma, de ahí que podamos significar sin contradicción lo ficticio. Y no todo enunciado significativo es necesariamente una afirmación o una negación.

La proposición es el lugar privilegiado en el que el discurso sale, en cierto modo, fuera de sí  mismo (de la simple intención significante) para tratar de captar las cosas en su vinculación recíproca y a través de ella en su existencia [El Juicio es a un tiempo síntesis de conceptos y afirmación de esta síntesis en el ser] 

La proposición es el lugar de la verdad y la falsedad; por tanto es en cuanto verdadero y no en cuanto discurso como se dice que el discurso se asemeja a alas cosas, esto es, no es en tanto que significa sino en tanto que juzga.

La esencia de la proposición radica no en los términos que hay que componer sino en el acto mismo de composición. Ahora bien la composición misma no pertenece al orden del símbolo y ni siquiera es competencia del lenguaje: es uno de los estados del alma. El juicio es la función del alma misma.

En el juicio el discurso es rebasado en dirección a las cosas: tiende a suprimir la distancia que las separa de ellas, distancia que caracteriza su significación y por eso deja de ser discurso para convertirse (o intentarlo al menos) en pensamiento de la cosa.  

La función apofántica no pertenece al discurso en general sino al discurso judicativo pues este es el único que hace ver que las cosas son y que es lo que son: él sólo guarda con las cosas que expresa una relación que no es solamente de significación sino de semejanza.

El lenguaje se muestra más preocupado por designar que por expresar que son las cosas, está más atento a la distinción que a la claridad: ya que no siempre es preciso conocer claramente la esencia de una cosa para distinguirla de otras. Al confiar en las palabras muy a  menudo estamos seguros de no apartarnos por completo de la verdad de las cosas, lo cual tan sólo implica que las palabras cumplen bien su función designadota. El éxito de una designación consagrada por el uso indica que esta no es arbitraria y que a la unicidad del nombre tiene que corresponder la unidad de una especie y un género. El lenguaje abre un camino, una dirección de investigación; indica por qué lado deben buscarse las cosas, pero nunca llega hasta ellas.

A. ignora una forma de discurso que coincidiría con el proceso mismo mediante el cual las cosas se desvelan y que sería el lenguaje de Dios. Con A. el lenguaje deja de ser profético para siendo producto del arte humano.


Ilustración: Obra en construcción de Alberto Godoy, pintor cubano.



Entre nombres y cosas no hay perfecta semejanza (los nombres por ejemplo son limitados en número, así como la pluralidad de las definiciones) A. ve en el recurso al universal una conquista del pensamiento sino más bien una imperfección del discurso. La ambigüedad es la contrapartida inevitable de la universalidad de los términos consecuencia de la desproporción entre la infinidad de cosas singulares y el carácter necesariamente finito de los recursos del lenguaje. A intenta escapar a las trampas del lenguaje y parece reasumir por cuenta propia la exigencia socrática de una investigación que parta de las cosas mismas mejor que de los nombres. La semejanza inmediata entre los estados del alma y las cosas vendrá a ser sustituida por la semejanza ejercida en el juicio y expresada en la proposición, esto es, por el pensamiento reflexivo.

Este proceso que se eleva desde la asimilación inmediata pasiva hasta la adecuación reflexiva pasa necesariamente por la mediación del discurso, puesto que las cosas no se manifiestan por sí mismas.

El pensamiento sobre el ser será en primer lugar una palabra sobre el ser o sea en el sentido más fuerte del término una ontología.


Se nos aparece como inevitable el que varias cosas sean significadas por un solo y mismo nombre. Tenemos entonces que una palabra significa una pluralidad de cosas y que la equivocidad (lo que A. llama homonimia está lejos de ser u-n mero accidente del lenguaje, pasando por ser su vicio fundamental.

No significar una sola cosa es como no significar nada en absoluto y si los nombres no significasen nada al mismo tiempo se destruiría todo diálogo entre los hombres o incluso todo diálogo con uno mismo.

Por tanto si el análisis del lenguaje nos ha puesto en guardia contra la inevitable equivocidad de las palabras, la realidad de la comunicación nos lleva al contrario a la univocidad de la regla, pues sin ella toda comunicación sería imposible. Desde este punto de vista la exigencia de significación se confunde con la exigencia de unidad de significación. A. va a distinguir entre el significado último que es múltiple y, en rigor, infinito (puesto que el lenguaje en último término significa los individuos), y la significación que es aquello a cuyo través se apunta hacia el significado y que se confundirá con la esencia. Ya que no es igual decir que una palabra significa varias cosas y que tiene varias significaciones. Y es que el primer tipo de equivocidad es normal: nada impide que el universal caballo signifique una pluralidad indefinida de caballos individuales y, sin embargo, la palabra caballo en la medida en que traduce un universal tiene una única significación. Pero si la significación de una palabra no es una entonces no hay significación en absoluto. Hay, pues, dos equivocidades: una natural y evitable que consiste en la pluralidad de significados y otra accidental que es la pluralidad de significaciones. Y es que sobre la pluralidad de significaciones de las palabras se asientan los argumentos sofísticos. Distinguir las múltiples significaciones de una misma palabra será la tarea principal sino la única de quien pretenda denunciar las ilusiones sofísticas. Sin ver con claridad en qué sentido se toma un término puede suceder que quien responde, lo mismo que quien interroga no dirijan su espíritu hacia la misma cosa.

Por el mismo hecho de que una palabra varias significaciones se disocia la palabra de sus significaciones y se reconoce que la palabra carece de valor por sí misma poseyéndolo sólo en virtud del sentido que el damos. El valor significante no es inherente a la palabra misma sino que depende de la intención que le anima. Por tanto el lenguaje institución humana que remite por una parte a las intenciones humanas y, por otra parte, a las cosas a las que las intenciones se dirigen. Que el lenguaje sea significante no hace sino reconocer esta  doble referencia. Pero entonces no se puede disociar lo que se dice de lo que se piensa pues lo que se piensa es aquello que da sentido a lo que se dice. Todo argumento lo es a la vez de palabra y de pensamiento. Y tan sólo hay argumentos de palabra cuando se juega con la ambigüedad de un término. La distinción de significaciones será el método universal para refutar sofismas los cuales se apoyan en la ambigüedad.

No existen argumentos que lo sean sólo de palabra y a los que estemos obligados a responder sólo con palabras: todo argumento revela alguna intención (aunque sea inconsciente) y en plano de las intenciones puede y debe ser refutado. Es este paso del plano de las palabras al de las intenciones el que constituye el nervio de la argumentación del libro IV contra los negadores del principio de contradicción. Tal principio no puede ser demostrado puesto que es el principio de toda demostración: demostrarlo sería incurrir en petición de principio; ahora bien es posible establecerlo por vía de refutación, es decir, refutando a sus negadores: el principio de todos los argumentos de esta naturaleza no consiste en pedirle al adversario que diga que algo es o no es sino en pedirle que signifique algo, tanto para sí mismo como para los demás. Y es que eso es completamente necesario si él quiere decir realmente algo; en caso contrario no habría para semejante hombre un lenguaje. Para poder ejercitar la refutación es necesario y suficiente que el adversario diga alguna cosa: pues si habla hay algo que al menos no puede dejar de admitir: que sus palabras poseen un significado. De esta manera llegamos a ese algo definido, a ese fundamento común que es fundamento indispensable de todo diálogo; un principio que, por lo tanto, no puede pertenecer al orden del discurso ni puede hacerlo.



Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.

El fundamento del diálogo y con él el de la refutación se halla más acá del discurso: que las palabras tengan sentido no es una mera proposición entre otras sino la condición de posibilidad misma de todo discurso. Basta, por tanto, con que el sofista hable ya que da testimonio por medio del uso de la palabra (cualquiera que sea contenido) de la esencia del discurso que es la significación; pues el sofista al suprimir el discurso se sirve del discurso, y cae bajo el peso del discurso. Por tanto es el quien comete petición de principio: pues, a fin de argumentar se sirve de aquello mismo que está en cuestión: el valor del discurso. Si una misma palabra pudiera presentar una pluralidad indefinida de significaciones todo lenguaje sería imposible, pues cada palabra remitiría a una infinidad de intenciones posibles. El sentido de las palabras sólo puede proceder de una intención significante, esto es, tiene carácter convencional. Pero el recurso a la convención no excluye la universalidad de la convención.

Si las intenciones humanas, como atestigua la experiencia, se corresponden con el diálogo es preciso que ello ocurra en un terreno que fundamente objetivamente la permanencia de ese encuentro. Dicha unidad objetiva, en la cual se basa la unidad de significación de las palabras es lo que A. llama ESENCIA o QUIDIDAD, el lo que es. A. por significación única entiende que si hombre significa tal cosa y si algún ser es el hombre, tal cosa será la esencia de hombre. Aquello que garantiza que la palabra hombre tiene una significación única es, al mismo tiempo, lo que hace que todo hombre sea hombre, esto es, su quididad de animal racional o bípedo.

Decir, por consiguiente que la palabra hombre significa algo (alguna cosa, o sea, alguna sola cosa) es lo mismo que decir que en todo hombre, aquello que hace que sea hombre y lo que llamamos así es siempre una sola y misma esencia. La permanencia de la esencia se presupone así como fundamento de la unidad del sentido: las cosas tienen un sentido porque las cosas tienen una esencia. Ocurre, por tanto, que el principio en cuestión es principio ontológico: es imposible que una misma cosa sea y no sea en un solo y mismo tiempo, y su estudio compete a la ciencia del ser en cuanto ser. La cuestión no está en saber si una cosa puede ser y no ser al mismo tiempo hombre en cuanto hombre sino en cuanto a la cosa misma. Es el análisis de los fundamentos del lenguaje el que revela a Aristóteles que el plano de la denominación remite al del ser; puesto que sólo la identidad del ser autoriza la unidad de la denominación: significar la esencia de una cosa es significar que nada distinto de eso es la quididad de tal cosa.

Sigue siendo cierto que el principio de identidad, a falta de poder ser directamente demostrado aparece como dependiente al menos en sus condiciones de implantación de una reflexión sobre el lenguaje. Pero resulta supuesto por el lenguaje como aquello que es previo a todo lenguaje pues es su fundamento: el principio no sólo lógico sino ontológico de contradicciones descubierto por Aristóteles como posibilidad del lenguaje humano.

La experiencia de la distancia es, por tanto, el verdadero punto de partida de la filosofía del lenguaje aristotélica: distancia entre el lenguaje y el pensamiento del cual no es sino instrumento imperfecto y siempre revocable; distancia entre el lenguaje y el ser según lo atestigua la posibilidad del error y la contradicción. La experiencia fundamental de la distancia es corregida entonces por le hecho no menos incontestable de la comunicación; por tanto la experiencia de la comunicación vuelve a introducir su necesidad: si los hombres e entienden entre sí se requiere una base para su entendimiento, un lugar en que sus intenciones se encuentren y ese lugar es el ser o la esencia. Si los hombres se comunican lo hacen dentro del ser. Cualquiera que sea su naturaleza profunda, su esencia, el ser resulta presupuesto en principio por el filósofo como horizonte objetivo de comunicación. En este sentido todo lenguaje –no en cuanto tal, sino en cuanto es comprendido por el otro- es ya una ontología: no un discurso inmediato sobre el ser, esto es, un discurso que sólo puede ser comprendido si se supone el ser como fundamento mismo de su  comprensión. En este sentido el ser no es otra cosa que la unidad de esas intenciones humanas que responden unas a otras en el diálogo; terreno siempre presupuesto pero que nunca está explícito y sin el cual el discurso quedaría inconcluso y el diálogo sería inútil.

La ontología como discurso global acerca del ser se confunde con el discurso en general; es una tarea infinita por esencia, pues no podría tener otro final que el diálogo entre los hombres. Pero una ontología como ciencia podría proponerse inicialmente una tarea más modesta.
                  
Y realizable dentro de su principio: establecer el conjunto de las condiciones que a priori que permiten a los hombres comunicarse por medio del lenguaje.

Igual que cada ciencia se apoya en principios o axiomas que delimitan las condiciones de su validez y extensión; así el discurso general (ontología) presupone axiomas comunes como el principio de no contradicción, cuyo sistema sería la ontología que constituye una axiomática de la comunicación. La teoría aristotélica del lenguaje presupone una ontología. Ahora bien, inversamente la ontología no puede hacer abstracción del lenguaje y ello no solo por la razón general de que toda ciencia necesite de palabras para poder expresarse, sino por una razón que le es propia: el lenguaje no es sólo necesario para la expresión de un objeto sino también para su constitución. El proyecto de una ontología en A. aparece ligado a una reflexión implícita pero siempre presente de la comunicación.

LA MULTIPLICIDAD DE SIGNIFICACIONES DEL SER


Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.

Aristóteles señala el absurdo de una teoría cuyo postulado inexpresado fuese todo es accidente ya que entonces no habrá sujeto primero de los accidentes, si es cierto que accidente significa siempre el predicado de un sujeto. La predicación en ese caso deberá proceder al infinito. Lo cual según Aristóteles es imposible pues nunca hay siquiera más de dos accidentes ligados uno con otro: …un accidente sólo es accidente de otro accidente si ambos son accidentes de un mismo sujeto. La esencia es necesaria como sustrato común de dos accidentes y fundamento de la atribución del uno al otro, como sujeto inmediato de la atribución. No sólo es imposible que los accidentes existan sin la esencia sino que tampoco la esencia se reduce a la totalidad de sus predicados. Y es que la esencia es anterior a los atributos. Aristóteles por tanto verá el remedio contra los argumentos de los sofistas no tanto en la consideración exclusiva de la esencia como en la distinción entre esencia y accidente, la cual permite explicar la permanencia de Sócrates como sujeto de atribución a través de la sucesión de atributos. No se debe establecer identidad entre las expresiones que significan un  sujeto determinado y las que significan alguna cosa de algún sujeto determinado.

Si toda predicación accidental significase la esencia habría que decir que la esencia tiene varios nombres, una infinidad de nombres tantos como posibles accidentes tiene el ser. La tesis no hay más que accidentes conduce a todo es uno; a la inversa todos los nombres designarán el mismo ser por la sola razón de que pueden serle atribuidos en uno y otro momento del tiempo. Lo mismo da decir entonces que no hay esencias que no hay más que una esencia, pues si no hubiera más que una esencia no podría ser sino más que la colección indeterminada por estar siempre inacabada de la infinitud de accidentes posibles, la cual es imposible ni siquiera de concebir.

La teoría y la práctica sofísticas del lenguaje conllevan a una imposibilidad de cualquier ontología.



Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.



El accidente aislado de su pertenencia al sujeto tiene una existencia sólo nominal. Y es que el accidente en cuanto tal no tiene más existencia que la que le confiere el discurso predicativo, pues lo que existe en la naturaleza no son esencias con sus accidentes sino todos concretos: en cuanto cesa la predicación el accidente retorna al no-ser; por eso no hay ciencia del accidente. No posee realidad alguna hasta que una predicación de momento imprevisible establezca un vínculo extrínseco entre dicho accidente y aquella esencia. La sofística no es ciencia sino la apariencia de ciencia: el accidente es el correlato de la apariencia sofística.

Si el ser se reduce a la esencia el accidente es arrojado al no ser. La crítica de la equivocidad sofística debería conducir hacia una doctrina de la univocidad del ser: el ser no tendría más significación que la esencia. Pero A. evita esta vía tanto como la anterior. Pues si bien el accidente no es la esencia la práctica más elemental del lenguaje nos enseña que la esencia es el accidente. Recurrimos al verbo ser en ambos casos para significar la esencia y el accidente. Por tanto, no es entre significación y atribución sino en el interior mismo de la atribución (que es ella misma un caso particular de la significación) por donde debe pasar el corte entre la expresión de la esencia y la del accidente. Y es que la esencia también puede atribuirse y no se identifica únicamente con el sujeto. Debe de admitirse que hay predicados que significan la esencia y otros que significan el accidente. Los predicados que significan la esencia significan que el sujeto al cual se atribuyen no es otra cosa que el predicado mismo o una de sus especies. Al contrario de aquellos que no significan la esencia sino que son afirmados de un sujeto diferente de ellos mismos. Si recurrimos al verbo ser para significar no sólo la relación de identidad entre el ser y su esencia sino también la relación sintética entre el ser y sus accidentes habrá que renunciar a la tentación de univocidad y reconocer que el ser puede tener varios sentidos: el ser esencial o el ser por sí, y el ser por accidente. El ser por accidente es el ser por otro: los predicados que no significan la esencia deben de ser atribuidos a algún sujeto y no hay ningún blanco que sea blanco sin ser otra cosa que blanco. El ser por accidente presupone otra cosa el otro género del ser; pero por precario e imperfecto que sea al compararlo con el ser propiamente dicho, el ser por accidente no deja por eso de ser un ser.

El fundamento de la pluralidad de significaciones del ser no debe de buscarse fuera del ser, en un no-ser reintroducido luego contradictoriamente dentro del ser a fin de convertirlo en un principio actuante y por ello existente. Debe de ser buscado en el seno mismo del ser, en la pluralidad de sus significaciones. Es un error evidente el de negar la existencia de cualquier no-ser con el pretexto de que el ser significa algo único y que no pueden coexistir cosas contradictorias: nada impide que no exista no un no-ser absoluto sino un cierto no-ser.

El error esencial de Platón consiste en haber hecho del no-ser un principio de algún modo opuesto al no-ser. La proposición incluida la negativa no se refiere al no-ser sino al ser. Por tanto, es el discurso predicativo el que hace posible, efectuando disociaciones en el ser, el trabajo de la negación.

El método aristotélico consiste en escapar a las contracciones de una física del ser, cuyo obligado cumplimiento es una concepción no menos física del no-ser, mediante un análisis de las significaciones al que se reducirá en definitiva la ontología. La ciencia del ser en cuanto ser no es otra cosa que el sistema general de solución de aporías; el problema de las significaciones del ser puede reconducirse sin inconvenientes al problema de las significaciones de lo uno. Y es que una cosa, una misma cosa, puede ser una y múltiple sin asumir por ello dos caracteres contradictorios: en efecto hay lo uno en potencia y lo otro en acto. El principio de no contradicción no nos obliga a rechazar la paradoja sino sólo a entender el discurso de tal modo que deje de ser paradójico. Si el discurso predicativo es aparentemente contradictorio no puede serlo en cambio realmente puesto que es y lo contradictorio no es. La solución a la aporía nace bajo la presión de la aporía misma: no puede haber contradicción; lo que ocurre es que no afirmamos y negamos algo simultáneamente de una misma cosa en el mismo sentido. La contradicción no reclama su superación sino su supresión y esta no consiste en suprimir aquí uno de los contradictorios (pues, ambos son igualmente verdaderos) sino en entenderlos de tal modo que no resulten contradictorios.

Ocurre que las modalidades de significación de lo uno se refieren a la cópula. Lo que encontramos detrás de la distinción entre lo uno en acto y lo uno en potencia es la distinción entre ser por sí y ser por accidente o bien entre predicado esencial y predicado accidental. Y es que si bien el sujeto es accidentalmente el predicado (o bien, si lo es en potencia) el predicado no es esencialmente el sujeto.

LAS SIGNIFICACIONES MÚLTIPLES DEL SER: LA TEORÍA

Aristóteles restituye la alteridad al ser mismo como uno de sus sentidos (la relación) al mismo tiempo que reconoce que semejante alteridad en el lenguaje acerca del ser, bajo la forma de una pluralidad de significaciones.

Si la posibilidad de atribución entre ser por sí y ser por accidente, la realidad de la atribución va a determinar una nueva distinción entre los sentidos de la cópula en la proposición. La pluralidad de los tipos de atribución nos lleva a una nueva distinción que a la vez va a cubrir y completar las distinciones anteriores: la distinción entre categorías, las figuras de la predicación: el qué, el cual, el cuánto, el donde, y otos términos que significan en cierto sentido.

Significaciones del ser como verdadero y falso: es una significación no propiamente dicha del ser, pues lo verdadero y lo falso no están en las cosas sino en el pensamiento. El ser entendido aquí no es como los seres entendidos en sentido propio o mejor dicho se reduce a ellos, pues lo que el pensamiento une o separa, en la proposición, es o bien la esencia, o la cualidad, o la cualidad o cualquier otra cosa de ese género. El ser en cuanto verdadero no hace sino reiterar en el pensamiento lo que ya está contenido en otro género del ser, o sea lo que se expresa en categorías.

VERDAD: Hay una dualidad de punto de vista en la concepción aristotélica de la verdad:

a) El ser como verdadero residiría en un enlace del pensamiento, sería una afección del pensamiento; lo verdadero y lo falso serían considerados como funciones lógicas del juicio.
b) El enlace en el pensamiento para ser verdadero debería expresar un enlace en las cosas; habría una verdad en el plano de las cosas que residiría en su ser enlazado o separado. Estar en la verdad consistiría, entonces, para el juicio humano, en desvelar una verdad más fundamental que podríamos llamar anti-predicativa. Pero sólo puede hablarse de enlace en aquellos seres compuestos; en el caso de los seres simples su verdad o falsedad sólo puede residir en su captación o en su no captación por un saber. La verdad sólo puede ser aquí anti-predicativa pues seres tales sólo pueden ser objeto de enunciación pero no de juicio.
                       
La verdad es siempre desvelamiento no sólo cuando es simplemente enunciativa sino también cuando es juicio. El juicio no consiste en atribuir un predicado a un sujeto de acuerdo con lo que sería en la realidad el ser mismo del sujeto, no decimos sólo algo de algo, sino que dejamos hablar en nosotros a una cierta relación de cosas que existe fuera de nosotros.


Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.


Hablar de una verdad de las cosas es sencillamente significar que la verdad del discurso humano está prefigurada o más bien dada por anticipado en las cosas, aún suponiendo que sólo se desvela con ocasión del discurso que acerca de ella instituimos. Hay una especie de anterioridad de la verdad con respecto así misma en cuya virtud en el mismo instante en que la hacemos ser mediante nuestro discurso la hacemos ser como siendo ya antes.

-Verdad lógica es el discurso humano mismo en tanto que cumple su función propia que es hablar del ser.
-Verdad ontológica es el ser mismo, el ser propiamente dicho o sea en cuanto hablamos de el o al menos podemos hacerlo.

No resulta falso percibir en la verdad lógica un pálido reflejo de la verdad ontológica o más bien un olvido del enraizamiento en esta última. La verdad ontológica no significa tal o cual parte del ser sino el ser en su totalidad y por eso es el ser por excelencia, pero también puede querer decir que nosotros no podemos decir nada del ser si este no fuese verdad, o sea, apertura al discurso humano que lo desvela y que ahí radica tal vez su excelencia.

El ser en cuanto verdadero es lo que hace que el ser pueda ser significado; ocurre que la significación del ser se nos ha aparecido ahora a través del discurso predicativo; mientras que la verdad puede darse tanto en la simple enunciación como en el juicio atributivo. Ahora bien, la captación enunciativa misma conlleva una atribución implícita que es la esencia y es que no toda atribución es una composición cuando atribuyo una esencia a aquello cuya esencia es.

El ser en cuanto verdadero designa la cópula en la proposición sin por ello oponerse a la concepción ontológica de la verdad. Pues en cuanto ser de la cópula no es una significación más entre otras sino el fundamento de toda significación. El verbo ser en su función predicativa es el lugar privilegiado donde la intención significante se desborda hacia las cosas y donde las cosas nacen al sentido; un sentido que no puede decirse que estuviese en las cosas oculto sino que se constituye al tiempo de declararlo. Así pues los diferentes sentidos del ser se reducen a los diferentes modos de predicación, pues aquellos se constituyen a través de estos. La esencia misma es presentada como predicable, aunque en otro lugar se la defina como lo que es siempre sujeto y nunca predicado. La esencia que es efectivamente el sujeto de toda atribución concebible  puede secundariamente atribuirse así misma, y, en ese sentido, es una categoría. La esencia que, en esto no difiere de las demás categorías, constituye una significación tan sólo en el momento en que es atribuida a un sujeto como respuesta a la pregunta que es.

Hay una ambigüedad fundamental e irreductible del discurso humano y es natural que la palabra ser, la más general de todas, conlleva más que ninguna esa remisión indeterminada a una pluralidad en este caso incontable de sujetos. Pero no es lo mismo significar muchas cosas que significarlas de manera múltiple. Y es que la voz ser no significa sólo cosas diferentes sino que las significa de modo diferente y no estamos seguros de que tengan el mismo sentido a la vez: se trata pues de una pluralidad de significaciones y no sólo de significados. Tiende a reconocer entre el signo y la cosa significada la existencia de un dominio intermedio de significación que va a introducir un factor suplementario de indeterminación en la relación ambigua entre el sujeto y la cosa significada.

Se llaman homónimas a las cosas que sólo tienen en común el nombre, mientras que la enunciación de la esencia que es conforme a ese nombre es diferente: así un hombre real y un hombre pintado son homónimos por tener sólo el nombre en común. A la inversa se llaman sinónimas las cosas cuyo nombre es común cuando la enunciación de la esencia, que es conforme a ese nombre, es la misma. No se llama homónimo ni sinónimo al nombre de las cosas, sino a las cosas que significa. Sin duda las cosas son llamadas homónimas o sinónimas sólo en cuanto son nombradas pero no por ello se trata de una relación extrínseca y accidental.

La sinonimia expresa la relación enteramente real que consiste aquí en la pertenencia a un mismo género. En cuanto a la homonimia no es siempre accidental. Por tanto, la homonimia y la sinonimia pueden designar propiedades reales en cuanto que son reveladas por el discurso y tanto una como otra se refiere a la relación de un signo único con una pluralidad de significados. La diferencia entre homonimia y sinonimia no debe buscarse ni en el nombre (que es único en ambos casos) ni en el significado (que son múltiples en ambos casos) sino en el plano intermedio de la significación. La sinonimia es la regla, debe serlo si se quiere que el lenguaje sea significante; expresa la exigencia de una significación única para un nombre único, o mejor dicho expresa el sentido de tal exigencia: lo que hace falta para que nuestro pensamiento sea coherente es que cada nombre tenga una significación única. Por tanto si la sinonimia es la regla la homonimia sólo puede ser injustificable: la homonimia si existe es una excepción que repugna a la naturaleza del lenguaje. La única homonimia justificable y a la vez irremediable consistiría en atribuir una infinidad de significaciones posibles a un nombre determinado. Ahora bien, en tanto que el número de significaciones es limitado y que dicho nombre es conocido hay sin duda una imperfección pero no hasta el punto de que corra peligro el lenguaje.



Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.

Aristóteles atribuye al Bien una homonimia que presupone la homonimia del ser: el bien se dice dentro de varias categoría del ser: las de acción, cantidad, el tiempo, la cualidad. Por consiguiente el bien es un homónimo; lo cual no tiene un alcance no sólo semántico sino metafísico: no se trata sólo de hacer constar que la palabra bien se aplicaría a una pluralidad de objetos sino que cambia completamente de significación de un género de cosas a otro. Y es que toda homonimia remite a una homonimia más fundamental que es la del ser mismo y se traduce en una dispersión en una pluralidad de categorías. Decir que el bien puede atribuirse según el modo de la acción, de la cualidad, del tiempo, de la cantidad es reconocer que no hay nada común entre la acción buena, la perfección cualitativa, la justa medida y el tiempo oportuno: no son especies de un mismo género que sería su esencia o al menos el común fundamento de sus respectivas esencias. Lo cual es lo mismo que decir que el Bien en cuanto bien no tiene esencia. Y si ello es así es debido a que las categorías del ser no son especies del género ser, o sea porque el ser en cuanto ser no tiene esencia ni es un género. La homonimia del ser y del bien implican la privación de semejante comunidad de esencia.

Hay bienes y más aún bienes que tienen sentidos diferentes; lo que no hay es la idea de Bien, en el sentido según el cual la idea designaría la unidad de esa multiplicidad. Por lo tanto no habrá ciencia por elevada que sea que pueda proponerse el bien como objeto ya que el bien escapa a toda definición común; lo contrario sería expresarse de manera verbal y vacía. Lo mismo que el ser no es uno en las categorías tampoco el bien es uno. La atribución del ser a los entes no encuentra su fundamento en una generalidad objetiva (el ser en cuanto ser no es un universal sino que está más allá de la universalidad, al menos de esa universalidad domeñable por el discurso que es la universalidad del género. Esto es, que la denominación de los seres sugerida por su denominación común carece de fundamento o que al menos ese fundamento es problemático e incierto.

Hablar de división supone que hay algo que dividir, que el ser en cuanto ser es un todo, es un terreno donde recortamos regiones, en definitiva, un género que dividimos en sus especies. A. no puede entender la pregunta qué es el ente en términos de esencia (o lo que es lo mismo: en términos de significación) porque tropieza con la irreductible pluralidad de las significaciones del se: el ser del ente no tiene un solo sentido sino varios; lo que viene a querer decir que el ser en cuanto ser no es una esencia: el ser no sirve de esencia a ninguna cosa.

El carácter dispersivo, en cierto arbitrario, indeterminado de la tabla de categorías únicamente es reprochable al propio ser: la tabla de categorías es rapsódica porque el mismo ser es rapsódico, porque se nos ofrece bajo ese modo. Hay un ser de la esencia, un ser de la cualidad, un ser de la cantidad, etc. Y si no puede responderse a la pregunta que es el ser del ente en general no hay más remedio que responder aislada y particularmente a cada una de estas preguntas ¿qué es el ser de la esencia?, ¿qué es el ser de la cualidad?, etc. La pluralidad de preguntas no nos exime de dar respuesta a cada una de ellas de forma definida y tal respuesta sólo puede referirse a la significación de la palabra ser en cada uno de sus usos. Por tanto hay una multiplicidad de preguntas a las que nos remite la pregunta fundamental desde el momento en que intentamos responder a ella.

Hay que preferir la homonimia a la división, pues si el ser fuese un género único, común a todas las cosas, todas ellas serían llamadas seres por sinonimia. Pero como en realidad hay diez géneros primeros, esa comunidad de denominación es puramente verbal y no corresponde a una definición única que tal aplicación expresaría.
        
Pero el ser permanece presente detrás de cada categoría, aún cuando esa presencia sea oscura y no pueda reducirse a la del género en la especie, pues si bien el ser no es un género no es menos cierto que todo género es ser y aunque no sea un universal sigue siendo lo que es común a todas las cosas. La homonimia del ser no es una homonimia como las demás por cuanto resiste a todos los esfuerzos del filósofo por eliminarla. La homonimia del ser debe de suprimirse pero eso sólo puede hacerse mediante una investigación indefinida, la cual revela a un tiempo la exigencia de univocidad y la imposibilidad de alcanzarla. Porque el ser tiene muchos sentidos y un número indeterminado de ellos, nunca se ha terminado de plantearse la pregunta que es el ser. El ser está siempre más allá de las significaciones: si bien se dispersa en ellas, no se agota en ellas, y, si bien, cada una de las categorías es inmediatamente ser, todas las categorías juntas nunca serán el ser entero. Tal homonimia es irreductible y, por tanto, no accidental. Hay que reconocer entre la homonimia y la sinonimia una homonimia no accidental, una homonimia que no carece de fundamento y que de tal suerte se aproximará a la sinonimia (cuyo fundamento es la relación de especie a género) sin confundirse por ello con ella. Homonimia objetiva que no imputable al lenguaje sino a las cosas mismas porque se funda en una relación (que no es de especie a género) y a un término, a una naturaleza única.


Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.


El ser se dice de muchas maneras pero siempre por relación a un único fundamento; el fundamento ha sido nombrado es la ousía además de los tres campos en que puede haber fundamento: el ser, el devenir y el conocimiento. Ciertamente la ousía es aquello sin lo cual las demás significaciones no serían, aquello que las mantiene constantemente en su ser, pues no puede concebirse una cualidad que no sea cualidad de la esencia, ni relación que no sea relación entre esencias. En este sentido la ousía por respecto a las demás categorías representa sin duda el papel de fundamento del ser. Pero el conocimiento de la esencia no permite de ningún modo conocer las otras categorías, pues ella no es su esencia (si lo fuese habría unidad de significación); de la esencia no pueden deducirse las demás categorías son continuamente imprevisibles y ningún análisis de la esencia nos dirá por qué el ser se nos ofrece como cantidad, tiempo, etc. Si bien la esencia en cuanto fundamento es primera en sí, lo primero para nosotros es el ser de la diversidad de su ser dicho. Encontramos a la esencia en cada una de las significaciones del ser pero no encontramos a las demás significaciones presentes en la esencia. Tal presencia de la esencia en cada una de las otras significaciones es descrita como referencia, como relación a…

El estatuto de la esencia es doble: significación del ser entre otras y a la vez aquello en cuya virtud las demás significaciones del ser son significaciones del ser. La esencia, entonces, no está ni más allá ni más acá de las categorías (como podría esperarse que un fundamento lo estuviera) sino que es el primer término de una serie de un conjunto en el que hay anterioridad y posterioridad, y al cual pertenece ella misma: el fundamento es en este caso inmanente a la serie. Ocurre que la esencia no es a la cantidad o a la cualidad lo que la salud es a lo sano y ello porque las categorías no son modos de significación de la esencia sino que tanto la esencia como el resto de categorías significan (inmediatamente la primera y por relación a ella las demás) otro término aún más fundamental que es el ser. En el caso de lo sano habría sólo dos términos: la salud y la serie de sus modalidades; aquí, sin embargo, hay tres: el ser, la esencia y las demás categorías. La esencia por una parte se distingue del resto de las categorías por ser fundamento de ellas; pero de otra parte en cuanto que ella misma es una categoría no se identifica con el ser en cuanto ser. La pregunta qué es el ser coincide con qué es la esencia tan sólo en la medida en que esta última es la primera forma que reviste aquella una vez que se ha reconocido la imposibilidad de responder directamente a la pregunta referida al ser en cuanto ser. Pero no coinciden en el sentido de reducir, en último término, el ser a la esencia. Y es que resulta que el hecho de que remitan todas a una significación primordial no resuelve por completo el problema de las significaciones y su pluralidad. Esta pluralidad es tanto más irreductible por cuanto las distintas modalidades de la relación a… que debe legitimar dicha pluralidad no se reducen a un principio único. El peculiar carácter de la homonimia del ser reside en ser a un tiempo irracional como toda homonimia e inevitable, y que es siempre objeto de búsqueda y dificultad. Si la homonimia es aquello que debe ser eliminado y aquello que en el caso del ser no puede ser eliminado, la ontología en cuanto ojeada de un discurso único acerca del ser será el esfuerzo propio del hombre para solucionar mediante una búsqueda necesariamente infinita la radical homonimia del ser.

Analogía tiene en A. un sentido preciso y jamás se utiliza para designar la relación entre las categorías y el ser en cuento ser. Y es que ‘para que haya analogía es preciso que se nos presenten dos series entre las cuales se establece una relación de término a término. En este sentido puede decirse que las significaciones del bien (como las de lo uno) son análogas con respecto a las del ser, ya que a cada significación del ser corresponde una del bien o de lo uno. El recurso a la analogía no puede extenderse a las significaciones del ser ya que no hay, no existe, otra serie más fundamental con que ponerlas en paralelo.

Ocurre que si es cierto que el bien o lo uno tienen varios sentidos porque el ser mismo los tiene (pluralidad de significaciones que en el caso del bien o lo uno son justificables; en el caso del ser no lo es, al menos en el plano de la ontología) en cambio no es cierto, a la inversa, que el ser sea equívoco porque el ser o lo uno tengan varios sentidos.

Y si con todo el ser en cuanto ser conserva cierta unidad de significación no es la analogía la que permitirá explicar eso ya que la pluralidad de significaciones del ser no puede tener el mismo estatuto que la pluralidad de significaciones de lo uno. La pluralidad de categorías del ser aparecía como el hecho primitivo e incomprensible, más allá del cual no puede continuar el análisis, salvo que se incurra en un círculo vicioso. Por tanto, cuando A. habla de analogía no se refiere sino a la analogía de proporcionalidad (para que haya proporción, debe de haber correspondencia) y, por tanto debe de haber dos términos, o mejor dicho dos relaciones de términos. Pero la homonimia por analogía lejos de sustituir o ser idéntica a la homonimia la presupone y remite a ella. Pero la analogía no nos  ilumina en absoluto ni acerca de la pluralidad de las categorías ni sobre la naturaleza de la conexión que mantiene con un fundamento único. El problema de la ontología aristotélica sigue en pie: si el ser es equívoco, si su unidad depende de una relación ella misma equívoca cómo instituir y en nombre de qué un discurso único acerca del ser.

EL DISCURSO ACERCA DEL SER

Todo ocurre como si Aristóteles en el momento mismo de presentarse fundador de la ciencia del ser en cuanto ser, multiplicase los argumentos para demostrar que esa ciencia es imposible. Las condiciones que hacen posible que un discurso sea llamado científico o demostrativo son: exigencia de estabilidad o también de determinación; exigencia que en A. queda asegurada mediante la estabilización en el alma de lo que había de universal de la experiencia. Por respecto al conocimiento científico sigue siendo indeterminado mientras no se desprenda estabilizándose el universal que hay en él. El paso de lo particular a lo singular se presenta como una progresión de lo infinito a lo finito, y tal progresión es constitutiva de la ciencia, pues únicamente lo finito es cognoscible (es lo único que puede satisfacer la necesidad de estabilidad y certeza). A. demuestra así la superioridad de la demostración sobre la particular ya que cuanto más particular es más recae en lo infinito, mientras que la demostración universal tiende hacia lo simple y el límite.

El universal es para A. todo lo contrario de un resumen o suma de la experiencia: es el límite hacia el cual tiende esta, en el cual se estabiliza y donde el sabio podrá reposar. Sólo hay ciencia de lo universal; lo universal es a lo particular como lo claro a lo confuso, o lo simple a lo complejo o como el límite es a lo limitado. Y es que sólo hay conocimiento estable de aquello que conlleva un límite.

Pero no es la extensión de un término la que define su universalidad; el vocabulario de A. distingue muy bien lo general, lo común y lo universal. Si bien cuando nos elevamos del individuo a la especie y de la especie al género, la universalidad (la simplicidad) aumenta al mismo tiempo que la generalidad, llega un momento en que esa conexión se invierte y en el cual un exceso de generalidad nos aleja de lo universal. Es el momento en que el discurso humano resulta vacío por demasiado general.

Si no hay ciencia más que del límite, podemos no hacer ciencia de dos maneras: o por defecto o por exceso. Lo universal como todo límite representa un punto de equilibrio: si hay infinito por exceso de particularidad hay también un infinito por exceso de generalidad.

Por consiguiente, la ciencia aparece como un límite entre la dispersión de sensaciones particulares y la incertidumbre de las generalidades retóricas. Así se explica la distancia de dos series de afirmaciones que podrían aparecer como contradictorias: toda ciencia es ciencia de lo universal, y, sin embargo no hay ciencia universal o toda ciencia es particular. Es imposible asimismo hacer el censo de todos los tópicos posibles, pues, para ello habría que dominar la ciencia de todos los seres; ahora bien, tal ciencia no puede ser objeto de ninguna disciplina, pues, las ciencias son sin duda infinitas en número de manera que las demostraciones lo son también. Una teoría universal de la refutación es sumamente imposible de adquirir al menos si se admite que el refutador debe ser en cada caso tan competente como su adversario. Si es imposible una ciencia de todas las cosas ello se debe a que es una ciencia de las ciencias y estas son infinitas (una ciencia de lo infinito es imposible; no solo para nosotros sino en sí, no sólo para el hombre sino para Dios). La totalidad al ser infinita no es cognoscible. El ser en cuanto ser no es la totalidad de los seres sino más bien lo que es común a todas las cosas. Hay una profunda desconfianza hacia todo pensamiento que pretenda instalarse en la totalidad o que pretenda (unificando a tontas y a locas) llegar a ella demasiado pronto.

El argumento de A. es el mismo siempre: al querer captar la unidad del ser se cae en la infinitud o sea en el no-ser; y es que al querer hablar de lo indeterminado y creyendo hablar del ser, en realidad hablan del no-ser, que todas las cosas están unidas acaba por convertirse en esta otra: nada existe en realidad.

Aristóteles concibe al filósofo como aquel que sabe todo en la medida de lo posible y sin tener por ello ciencia de cada cosa particular. Y es que poseer la ciencia de todas las cosas es poseer la ciencia del universal, pues quien conoce el universal conoce en cierto modo todos los casos particulares que caen bajo él. Sólo mediante este rodeo puede salvarse una ciencia de la totalidad; semejante ciencia no sería hablando con propiedad una ciencia de todas las cosas, sino una ciencia de los principios de todas las cosas, esto es, una ciencia de los primeros principios.

Un conocimiento de los primeros principios y una especie de capacidad infinita para desarrollar sus consecuencias; una especie de totalidad originaria que captaría la totalidad en su fuente. La ciencia de los primeros principios es legítima, a diferencia de una ciencia que tomase como objeto inmediato la totalidad; incluso en cierto sentido es indispensable, en cuanto que es condición de todos los saberes parciales, pero, sin embargo es imposible.

Y es que todo conocimiento supone un conocimiento previo ya se trate de la demostración (que supone un conocimiento de las premisas), de la definición (que supone un conocimiento de sus elementos) o de la inducción (que presupone la percepción de las cosas particulares). Para darse un conocimiento de todas las cosas, de los elementos más comunes, tendría que darse un conocimiento anterior. Pero ocurre que cualquier ciencia se encuentra en la misma situación, dado que se apoya en principios que siendo necesariamente anteriores no pueden depender de esa misma ciencia. Decir que toda ciencia supone un saber anterior significa que ninguna ciencia tiene en sí misma el fundamento y que hay una jerarquía de ciencias, dependiendo cada una de ellas de la ciencia inmediatamente anterior. Y es que si toda ciencia depende de otra, entonces una ciencia de todas las cosas al no poder depender más que de sí misma es imposible en cuanto ciencia. Toda ciencia tiene como función demostrar una propiedad de un sujeto por medio de principios, los cuales no basta con que sean verdaderos, sino que es preciso que sean adecuados al género al que se refiere la demostración. Por tanto, es un error lógico demostrar una proposición a partir de principios demasiado generales. Toda proposición de ciencia debe de ser demostrada a partir de los principios propios de tal ciencia. Pero los principios de cada cosa serán demostrables únicamente en virtud de principios más generales que, en última instancia serán los principios de todas las cosas; así si queremos demostrar los principios de la geometría no podríamos hacerlo más que a partir de principios anteriores más universales, como el principio de no contradicción. Pero como ninguna demostración puede referirse a varios géneros a la vez, tenemos entonces que los principios propios de cada cosa no son susceptibles de demostración, pues esos principios serán los principios de todas las cosas y la ciencia de ellos será la más alta de todas las ciencias. Semejante ciencia será ciencia en el más alto de los grados, lo cual no altera en absoluto su imposibilidad: sería todo eso si existiera. La demostración no se extiende de un género a otro y, por tanto, una ciencia que pretendiera demostrar los principios propios de cada género por medio de principios comunes a todos los géneros es imposible. Toda ciencia es particular pero no puede justificar ella misma esa particularidad: se refiere a una región determinada del ser, pero sólo puede sustentarse en virtud de la elucidación de su relación con el ser en su totalidad.

La aporía de la totalidad aparece resuelta mediante el recurso al universal, que es una totalidad pero en potencia: hallándose tan sólo en potencia la multiplicidad de las cosas particulares, el universal se sustrae a la ilimitación de estos y puede constituirse en acto como la unidad de la esencia. El universal aparece como principio del conocimiento de los particulares de tal modo que los discursos universales dejan de oponerse a la ciencia de la cosa, pues quien conoce el principio conoce también aquello de lo que el principio es principio.

Paradoja: un mismo A. anuncia la constitución de una ciencia del ser en cuanto ser definida de entrada por su no-particularidad y demuestra que toda ciencia es necesariamente particular. En A. era la posibilidad misma de una ciencia de la totalidad la que se hallaba puesta en tela de juicio. Y no cabe duda de que la ciencia del ser en cuanto ser recurre en esta triple pretensión por su cuenta.

La ciencia del ser en cuanto ser (parece ser claramente heredera de la vocación sinóptica y universalista que va ligada a la idea generalmente admitida de filosofía) pretende cumplir otro de los caracteres generalmente atribuidos a la filosofía: el de ser ciencia teorética de los primeros principios y las primeras causas, ciencia de la totalidad o, más bien, ciencia de los principios de todas las cosas, de los principios comunes o principios primeros. Triple concepción de la ciencia universal que revive en el proyecto aristotélico de ciencia del ser en cuanto ser.

La dificultad representa, en Aristóteles, el momento esencial de la investigación filosófica, es decir, la interrupción del proceso de pensamiento y su salvación es condición de una nueva puesta en marcha. Pues la buena marcha futura se confunde con la salvación de las aporías precedentes. Resolver una aporía no es eludirla sino hundirse en ella y recorrerla de parte a parte. Y es que investigar sin recorrer las dificultades es como si camináramos sin saber a dónde vamos.

La aporía fundamental consiste en Aristóteles en: hay una ciencia del ser en cuanto ser, toda ciencia se refiere a un género determinado, el ser no es un género, una de las tareas principales asignadas a la ciencia del ser en cuanto ser es el establecimiento de los principios comunes.

La idea de unidad es la que nos permite pasar del término físico al término lógico y no es casualidad que el mismo género exprese ambas cosas. La pertenencia a una misma unidad genérica implica que las diferencias se mantienen en el interior de una cierta unidad en virtud de la dependencia respecto a un mismo antepasado o de la adherencia a un mismo objeto/sujeto. El género es el sujeto de las diferencias; pero la pertenencia a un género implica la exclusión de los demás géneros: no es posible pasar de un género a otro. La unidad del género o unidad genérica es el último término más allá del cual, la búsqueda de la unidad se vuelve verbal y vacía.


Ilustración: Obra de Alberto Godoy, pintor cubano.


La unidad específica se confunde con el movimiento mismo en cuya virtud el discurso se universaliza; la unidad genérica indica el punto extremo en que la realidad prohíbe llevar más adelante el movimiento de la universalización. La unidad específica es abierta, en cambio, la unidad genérica es cerrada porque una expresa el movimiento del discurso y la otra la realidad de las cosas. Mientras que las especies son, en ciertas condiciones reductibles unas a otras, los géneros son irreductibles e incomunicables unos con otros.

Siendo así, afirmar que toda ciencia se refiere a un género es recordar que toda ciencia lo es de lo universal. Pero, decir que cada ciencia se refiere sólo a un género es recordar la contrapartida de la regla precedente: que si bien es preciso alcanzar el universal para constituir un discurso científico no hay que sobrepasar ese universal definido que es el género, so pena de caer en la vacuidad de discursos demasiado generales. El género es ese algo al que se refiere la demostración o, más bien, ese algo e cuyo interior se ejerce la demostración y de donde no podrá salir. El género es la unidad en cuyo interior todas las proposiciones presentan un sentido unívoco. El punto de vista físico, en su origen del género, se une al punto de vista lingüístico de la significación; así las categorías son llamadas géneros más generales de lo que es y/o significaciones múltiples del ser. Géneros por referencia a la región que circunscriben, son significaciones múltiples de un discurso que emplea, a propósito de todas las cosas y empezando por la cópula en la proposición, el vocabulario equívoco del ser. Representa el punto de tensión extrema en que el discurso significa más cosas sin por ello sin por ello dejar de tener significación unívoca. El hecho de decirse según distintas categorías basta para atestiguar que hay diferencia real por el género. La multiplicidad irreductible de las significaciones es presentada como el signo de la incomunicabilidad de los géneros. El ser no es un género resulta de la definición del género: el género es una totalidad cerrada que tan sólo une a condición de excluir. La idea de hacer del ser el género de todos los seres aparece de entrada como contradictoria. El ser no es un género será sólo una nueva formulación de lo que llama en otro sitio la homonimia del ser.

La experiencia desordenada de lo sensible se estabiliza en las primeras unidades inteligibles que son las especies, después de entre esas nociones universales una nueva parada se produce en el alma hasta que se detiene en ella por último, esto es, en las nociones no repartibles y verdaderamente universales. La ascensión al universal conduce no a un universal único sino a una pluralidad de géneros individuales, más allá de los cuales no podemos elevarnos.

En primer lugar, el ser no tiene contenido inteligible. Si no es posible que nada de lo que es universal sea esencia, pues, la esencia es siempre sujeto, en tanto que el universal siempre es sólo predicado. Entonces, está claro que lo que es más universal será también menos esencia. El ser siendo el predicado más universal será entre todos los términos el menos susceptible de convertirse en sujeto de la proposición. El ser teniendo una extensión que es infinita tiene una comprensión que en límite es nula. No podemos definir el ser, pues ello sólo sería posible haciéndolo participar de un género aún más universal (si es cierto que participar es recibir la definición de aquello que es participado) pues, el ser al afirmarse de todo lo que es resultaría también afirmado en su propio género; llegaríamos así al resultado imposible de que el género participaría de aquello cuyo género es. Imposible ya que el género no tolera que se le atribuya aquello a lo cual es atribuido él mismo. Por consiguiente no hay género del ser ni, por tanto, definición del ser ya que la definición consiste en introducir lo definido dentro de un género cuya especificación es. Si la definición es ella misma expresión de la esencia, la imposibilidad de definir el ser resultará signo de una deficiencia más radical: la ausencia de una esencia del ser. No es posible que el ser sea una esencia en cuanto unidad determinada distinta de lo múltiple, pues es un término común y sólo existe en cuanto predicado. Pero que el ser no pueda definirse no prueba que el ser no sea nada. Lo único que prueba este argumento es que se da una cierta impotencia en el discurso particularmente radical en el caso del ser, y no que haya una identificación entre ser y nada.

La universalidad del ser es vacía y, por tanto, el ser no sólo es indefinible sino que no puede contribuir a definir cosa alguna. La determinación de los primeros principios no hay que buscarlas en los géneros más universales, de lo contrario el ser y lo uno siendo lo que más se afirma de la totalidad de los seres, deberían ser principios en el más alto grado, lo cual es imposible porque si el ser fuese un género conllevaría diferencias generadoras  de las especies, pero estas diferencias serían ellas mismas seres, ya que todo es ser, y de este modo, en el caso del ser, el género le sería atribuido a sus diferencias.

La razón invocada es: si el género fuese afirmado de sus diferencias, de la diferencia, sería afirmado varias veces de la especie: primero directamente y después, a través de una diferencia. Así si lo racional fuese animal sería superfluo definir al hombre como animal racional. Aquí lo que se encuentra en juego es la esencia misma de la definición: sólo hay verdadera definición allí donde hay fecundación del género por una diferencia necesariamente extraña a él. Si se desea que la diferencia sea principio de la especificación, resulta indispensable que no sea ella misma una especie del género, esto es, el género no se divide en diferencias, sino mediante diferencias. Si la diferencia fuese ella misma una especie se confundiría con aquella especie que tiene como función constituir. Las relaciones entre el género y la diferencia no pueden expresarse en términos de una extensión, ya que se convierte a la diferencia en una especie del género o en un género del género. La diferencia tiene tan sólo sentido en el seno de un género determinado (p.e la diferencia par/impar sólo tiene sentido por referencia al número) de lo que puede inferirse que así como no hay género universal tampoco hay diferencia universal. La diferencia sólo puede dividir un determinado campo y que allí donde dicho campo es infinito, como sucede en el campo del ser, la diferencia no puede ejercerse al faltarle un punto de apoyo. Así pues, al no poder conllevar diferencias el ser no es un género. Si el ser fuera un género conllevaría diferencias. Pero las diferencias del ser no serían seres, ya que el género se divide en diferencias, por tanto, serían no seres. Hacer del ser un género universal por definición significa unir en la nada las diferencias del ser; significa convertir al ser, en pleno rigor del término en una totalidad indiferenciada, o sea, suprimirlo como ser en el mismo momento en que se pretende aplicársele el vocabulario del género, puesto que el género es una totalidad que siempre da acogida a la diferenciación. Imposibilidad, por tanto, de un género universal, es decir, de un género sin diferencias. A. distingue constantemente la definición de la predicación y denuncia la confusión entre estos dos actos lógicos como clásica fuente de errores. En concreto, la diferencia no se añade sino que divide, no es un término sino que es un puro aquello por lo cual; y por ende si no se puede atribuir nada al ser y tampoco puede este ser dividido, ambas cosas no se deben a la misma razón.   
    
No solamente no puede decirse nada del ser, sino que el ser no nos dice nada acerca de aquello a lo que se atribuye: señal no de sobreabundancia sino de esencial pobreza: el ser no es un sujeto, una esencia, pero tampoco atributo o por lo menos es un atributo vacío: el ser no le añade nada a lo cual se le atribuye. Si el predicado ser no fuera vacío, esto es, si la atribución ser añadiera algo al sujeto, semejante atribución sería contradictoria, pues el sujeto siendo entonces diferente del atributo no sería el ser sino el no-ser y, a la postre habríamos atribuido el ser al no-ser. Por tanto, debe de entenderse que en el ente propiamente dicho, el ser nunca es un atributo real de una cosa, pues no hay ente que sea el ser de este.

Si el ser no es un género ello no se debe a que sea más que un género sino a que ni siquiera es un género; lo contrario sería atribuir a la negación un valor que ni siquiera tiene.

La negación en Aristóteles es sólo negación, y no mediación hacia una esfera que sería inaccesible al discurso. Las dificultades del discurso, tal y como se expresan en el reconocimiento de que el ser no es un género, remiten sólo al discurso mismo y no a una maravillosa trascendencia del objeto mismo. El ser no es un género es una tesis que no se refiere tanto al ser como al discurso acerca del ser: el género es el lugar en el que el movimiento universalizador del discurso tropieza con la realidad de las cosas: es la unidad máxima de significación. Es la cuestión previa a toda investigación acerca del ser, a saber, la legitimidad de un discurso (un discurso único) acerca del ser. Resulta vano separar el ser del discurso que mantenemos acerca de él. Semejante separación es posible para tal o cual ente particular, que puede ser experimentado antes de ser dicho, pero el ser en cuanto ser no es experimentado, no es objeto de ninguna intuición, ni sensible ni intelectual; no tiene otro sustento que el discurso que mantenemos acerca de él.

En la medida en que el ser se halla presente en el corazón de toda proposición, el ser en cuanto ser es la unidad de nuestras intenciones significativas; pero esa unidad se halla solamente presupuesta en el discurso ordinario, que sólo implícitamente es discurso acerca del ser. El discurso ontológico, discurso explícito acerca del ser, se esfuerza por circunscribir esa unidad. Y lo expresado por la tesis el ser no es un género es, precisamente el fracaso de semejante esfuerzo. Eso de que el ser en cuanto ser no llegue a constituirse como un género quiere decir que su significación no es única. Consecuencia de ello es que un discurso perfectamente coherente (o sea, científico) acerca del ser es imposible. Pero este resultado negativo tiene una contrapartida positiva, pues no por ello el ser nos remite a la nada, sino a la multiplicidad de sus significaciones. El ser no es un género, pero no por ello impide que sea varios géneros. El ser no es nada fuera de la esencia, la cualidad o la cantidad.

La tesis el ser no es un género se demuestra también por otra vía: no hay género común de aquellas cosas en las que hay lo anterior y lo posterior. Así sucede con los números con las figuras y también con las almas, pues en todos estos casos hay gradación de lo anterior a lo posterior, o de lo sencillo a lo complejo. La consecuencia es que no hay una figura en sí o un género de figuras sino que sólo hay figuras: el triángulo, el cuadrado, etc.; de igual modo no hay un alma en general sino que hay un alma intuitiva, un alma sensitiva y un alma intelectiva: la voz alma es un término vacío mientras no se precise del alma del que se trata, pues no se trata de ninguna esencia común que cada alma reproduciría al modo en que la especie reproduce al género. Así, si hay del alma discurso único, ello sólo puede suceder del mismo modo en que hay uno así de la figura, pues la figura no es nada fuera del triángulo y de las otras figuras que le siguen, ni el alma es nada fuera de las almas que hemos numerado. Sin embargo las figuras podrían ser dominadas por un discurso común que se aplicaría a todas, pero no convendría en propiedad a ninguna; así también sucedería con las almas que hemos enumerado. Por eso es ridículo buscar por encima de estas cosas o de otras, un discurso común que no será el discurso propio de ninguno de estos seres.

Ilustración: Obra en construcción de Alberto Godoy, pintor cubano.


Aristóteles concibe que en las cosas que hay anterior y posterior no es posible que se le atribuya a las mismas que existen fuera de ellas, es decir, como género poseedor de esencia propia. De la misma manera donde hay mejor y peor, lo mejor es siempre anterior, de manera que en estos casos tampoco puede haber género. Y es que en estos casos no hay género fuera de las especies (en los casos de las figuras, las almas, etc.) Y no puede haber género de todas las cosas. Así como no hay discurso único acerca del número y de la figura, tampoco lo hay del ser; aquí el discurso común es un discurso vacío: pues el ser no es nada fuera de los seres, que son presentados, en este caso, como términos de una serie; lo cual lleva a afirmar la homonimia del ser. Pero este argumento dista mucho de ser tan negativo como el anterior, pues, esta vez la homonimia no nos conduce a una yuxtaposición de géneros irreductibles entre sí, sino a una serie de términos coordinados y según parece jerarquizados según su grado de bondad o de perfección. Ciertamente no hay discurso común de una serie, en el sentido de una definición común de sus términos: la definición no puede significar lo más perfecto, pues entonces ya no podría aplicarse a lo menos perfecto. Si nos atenemos a la tesis negativa de que el ser no es un género y admitido ese otro principio que nos dice que toda ciencia se refiere a un género, la única conclusión que puede extraerse es que no hay una ciencia del ser. Sin embargo A afirma expresamente lo contrario, y es evidente que tal convicción ha dado lugar al nacimiento de los textos metafísicos. La contradicción se manifiesta, en primer lugar, en el principio según el cual para cada género sólo hay una sensación, no hay más que una sola ciencia, con el objeto de afirmar una ciencia única del ser en cuanto ser. Del mismo modo que una sola ciencia estudia todas las palabras, así también una ciencia genéricamente una tratará todas las especies del ser en cuanto ser y sus divisiones específicas tratarán de las diferentes especies del ser. Tras haber hecho constatar que hay tantas especies del ser como de lo uno, declarará a lo uno objeto de una ciencia única: el estudio de la esencia, de estas diferentes especies de ser, será objeto de una ciencia genéricamente una. Pero A más adelante nos dice que el ser y lo uno conllevan inmediatamente géneros, el ser y lo uno no existen ellos mismos como géneros, sino que cada uno de ellos es varios géneros a la vez, a los cuales remitimos en cuanto intentamos pensar el ser y lo uno en su unidad. Por tanto, hay tantas ciencias (y no esta vez, especies de una ciencia única) como géneros fundamentales existen.

Así como hay una matemática cuyas partes son la geometría, la aritmética, etc. también hay una filosofía en general cuyas partes son la filosofía primera y la filosofía segunda. Ahora bien, si se quiere que esa filosofía en general, no sea una unidad puramente verbal y vacía de dos o más ciencias, cuyos dominios serían incomunicables, es preciso que ella misma posea un objeto único que sea, respecto de los objetos de las ciencias subordinadas, lo que el género a las especies. Sólo entonces filosofía primera y filosofía segunda aparecerán como partes de un todo que sería la filosofía en general o ciencia del ser en cuanto ser.
Ocurre que A unas veces proclama unas veces dicha unidad de la filosofía y concluye de ella la unidad del ser; y otras veces, al contrario, hace constar la no-univocidad del ser y concluye, muy a su pesar, la irreductible dispersión de las filosofías.

No es la pluralidad de significaciones de un término lo que le hace objeto de diferentes ciencias, sino sólo el hecho de que no es nombrado por relación a un único principio y que sus significaciones derivadas no están relacionadas con una significación primordial.

Así como de todo aquello que es sano no hay más que una sola ciencia, así también sucede en los demás casos. Pues no sólo hay que ver el objeto de una ciencia única allí donde hay un carácter común; también constituyen un objeto así cosas que se dicen por relación a una naturaleza única, pues tales cosas tienen, en cierto modo, un carácter común. Es pues, evidente que también corresponde a una sola ciencia estudiar los seres en cuanto seres. La ciencia del ser en cuanto ser no sería inmediatamente un universal, ya que la idea de género es contradictoria, pero pueden concebirse otros tipos de unidad que no sean el del universal: aquellos que a designa como unidad de referencia y unidad de serie.
Vemos, entonces, como una ciencia del ser es posible, pues, puede admitirse que quien conoce el término de referencia conoce por ello todo lo relacionado con él, y que quien conoce el primer término de la serie conoce, en cierto modo, la serie entera. La ciencia del ser en cuanto ser podría entonces constituirse como ciencia universal, en el sentido de una ciencia del sistema o de la serie, no inmediatamente, esta vez sino mediante un rodeo: lo que podríamos llamara rodeo a través de lo primero. La filosofía buscada sería entonces universal por ser primera, sería ontología por ser protología. La ciencia del ser en cuanto ser, no pudiendo reducir a un género único las significaciones múltiples del ser, sería al menos ciencia de aquella de sus significaciones que resulta más primordial: ciencia inmediata de la esencia, sería mediatamente ciencia del resto de categorías, ya que el ser dicho de estas consiste en ser relacionadas con la esencia.  

Esta pretendida solución plantea tantos problemas como resuelve, y es que no hay género común de aquellas cosas que conllevan lo anterior y lo posterior, de donde podría concluirse que no hay ciencia de una serie.
Pero, en A en realidad, la ciencia no se refiere tanto al género considerado en su extensión como a lo que en él hay de principio, esto es, lo que A considerará como axiomas válidos dentro de ese género. En el límite, la idea de primacía, resulta más importante para la concepción aristotélica de esencia que la unidad genérica, pudiéndose concebir así la posibilidad de una ciencia única incluso allí donde no hay género sino tan sólo una serie. A insiste más sobre este nuevo aspecto de la ciencia cuando pretende demostrar la unicidad del discurso acerca del ser en cuanto ser.

La ciencia se refiere principalmente a aquello que es primero, de lo que dependen todas las cosas y por medio de lo cual son estas nombradas. Si ello es la esencia, entonces el filósofo, entonces el filósofo deberá aprehender a partir de las esencias los principios y las causas. La ciencia del ser sería así, ciencia de los primeros principios de la esencia, que es ella misma un principio; es decir, ciencia de los primeros principios y por ello sólo mediatamente universal: universal por ser primera. Sin duda las categorías se dicen todas por relación a la esencia, pero esa relación sigue siendo oscura, y de algún modo concentra toda la ambigüedad que a había reconocido al término ser. Presenta la esencia, considerada en su relación con las demás significaciones del ser como lo primero: aquello de lo que todas las significaciones dependen y por medio de lo cual se dice lo que son. Sin duda, el nos presenta la esencia como fundamento (arjé) de las demás categorías; pero, en cuanto tratamos de fundamentar las demás en la esencia desembocamos en una pluralidad irreductible de de respuestas: ocurre que la esencia tiene tantas maneras de fundamentar como categorías. De tal modo que volvemos a encontrar la irreductible pluralidad de las categorías en un plano más fundamental, dentro de la ambigüedad del papel fundamentador que la esencia tiene. Podríamos aplicar al conjunto de las categorías seguidas lo que A dice de una de ellas: la relación es como un rebrote y un accidente de la esencia, pero que brota aparte como una especie de réplica debilitada del generador. No basta con conocer el primer término de la serie para conocer la serie entera (en cierto sentido, hay algo más en la esencia que en las categorías segundas, pues aquella pone de manifiesto la fecundidad de estas y, al contrario, hay algo menos en las categorías segundas que en la esencia). Además hay que conocer la ley de la serie, pero, en modo alguno, se advierte como podría realizarse en el caso del ser (si bien se realiza en el caso del número o de la figura); siendo así que la esencia no puede bastar ni para significar el ser, ni para fundamentar la multiplicidad de las significaciones de él derivadas. La esencia es la referencia oscura e incierta que, sin duda, asegura la unidad de las significaciones múltiples del ser, pero una unidad que es ella misma equívoca y cuyo sentido habrá siempre que buscar.

Ni atribución, ni deducción ninguno de los procedimientos del discurso científico, tal y como A. lo descubre en la primera parte del organon halla su aplicación en el caso del ser. En el mismo instante en que manifiesta la existencia de una ciencia del ser en cuanto ser a manifiesta mediante la especulación efectiva la imposibilidad de aquella: si es cierto que el ser no es un género, y que toda ciencia es ciencia de un género, hay incompatibilidad entre el ser y el discurso científico. Podríamos contentarnos con la conclusión según la cual, si el ser no es un género, es varios géneros, no habiendo por tanto una sola ciencia sino varias o varias filosofías del ser: ciencias de la cualidad, de la cantidad, etc. Más no por ello deja de presentársenos la exigencia de un discurso único acerca del ser: el reconocimiento de la homonimia del ser no impide que la pregunta qué es el ser no pueda contestarse con respuestas fragmentarias o episódicas ni que se plantee sin cesar. La irreductible dispersión acerca del ser no impide que el ser sea uno en cuanto a su denominación ni que nos invite a buscar el sentido de su problemática unidad. La esperanza de un discurso único acerca del ser subsiste en el momento mismo en que la búsqueda de la unidad tropieza con la experiencia fundamental de la dispersión. Esos dos aspectos son tan poco contradictorios que no podrían subsistir el uno sin el otro: el ideal de una ciencia del ser en cuanto ser evita que la investigación se hunda en sus fracasos, pero la infinitud misma de la investigación evita que la idea de semejante ciencia sea otra cosa que un ideal. Sin la experiencia de la dispersión y la necesidad de superarla, una ciencia del ser en cuanto ser sería innecesaria/inútil (y por eso, en defecto de tal experiencia, no habría proyecto ontológico, en sentido estricto, entre los predecesores de A). Pero sin la idea de unidad, tal y como se expresa en el ideal aristotélico de ciencia demostrativa, la investigación acerca del ser resulta imposible.

Hegel parece haber sido el primero en observar esa desproporción entre la teoría aristotélica de ciencia en los Analíticos, y su especulación efectiva en la metafísica. Nada se parece menos a una ciencia, tal y como A la entiende, que lo que nos ha dejado de esa ciencia universal por ser primera, y que, en cuanto primera, debía de ser la más elevada de todas las ciencias. El propio A presenta la ciencia del ser en cuanto ser como una ciencia tan sólo buscada y sin duda buscada eternamente. Siendo así, la unidad actual (y acaso actual por siempre) del discurso acerca del ser, no es la unidad de un saber, sino la de una búsqueda indefinida. No hay, ni acaso puede haber, una ciencia actualmente única del ser en cuanto ser. Pero ello no significa que no pueda haber otro tipo de unidad que no sea la de la coherencia científica. El organon nos enseña que junto al discurso científico hay otro discurso coherente que se llama dialéctico. Ha llegado el momento de preguntarse si a falta de un discurso científico que en este caso continúa siendo un ideal imposible, el filósofo no debe recurrir a la dialéctica para intentar pensar el ser en cuanto ser en su unidad.


Dialéctica y ontología o la necesidad de la filosofía

Para una prehistoria de la dialéctica: el competente y el cualquiera.A no nos ofrece en ninguna parte una definición global y unívoca de la dialéctica pero sí dice lo siguiente acerca de ella.

La dialéctica es el arte de interrogar y el dialéctico es el hombre capaza de formular proposiciones y objeciones: la dialéctica es al arte de sostener tanto el pro como el contra de una tesis dada: en efecto atribuye a la dialéctica el privilegio que comparte con la retórica, a saber, el de poder concluir tesis contrarias, uso que se vincula aún directamente al arte del diálogo: con respecto a cualquier tesis deben buscarse a la vez argumentos en pro y en contra, y una vez hallados investigar inmediatamente cómo puede refutárselos.

A insiste en un  segundo campo de la dialéctica sin ligarlo con el anterior: el carácter universal de su campo y sus pretensiones; un método gracias al cual podamos razonar sobre cualquier problema partiendo de tesis probables. Universalidad de la capacidad dialéctica y probabilidad de punto de partida; la dialéctica se opone a la ciencia, en tanto que la ciencia se refiere a un género determinado del ser y a uno solo, mientras que la dialéctica no se refiere ni a cosas determinadas de este modo ni a un género único. La dialéctica intenta demostrar principios comunes a todas las ciencias como el principio de no-contradicción; si tales principios son aquellos en virtud de los cuales las ciencias se comunican no será extraño que la dialéctica mantenga con todas las ciencias esa misma relación de comunión. Existe una vocación del dialéctico para moverse entre consideraciones comunes. La probabilidad de la tesis dialéctica es la contrapartida inevitable de su generalidad. La noción de probabilidad no es por sí misma peyorativa; sólo lo es si, la comparamos con la necesidad de las premisas del silogismo demostrativo.

Ocurre que los únicos principios que pueden ser anteriores a los primeros principios propios de cada ciencia son los principios comunes a todas las ciencias; principios comunes que no pueden ser demostrados, en primer lugar, porque siendo comunes y desbordando cualquier género no pueden ser objeto de ciencia; además porque siendo fundamento de toda demostración no pueden ser demostrados ellos mismos. El criterio de sus verdad sólo puede serlo la probabilidad de las tesis empleadas respecto a ellos; carácter universal del consentimiento dialéctico.

El dialéctico no siendo prisionero de ciencia alguna comunica con todas y las domina todas, y a el incumbe la tarea de poner de manifiesto la relación de cada una de ellas con esos principios comunes que rigen, no para tal o cual región determinada del ser, sino para el ser en su totalidad. El es quien asigna a los discursos parciales, es decir, científicos su lugar y su sentido con respecto al discurso total. Pero este poder del dialéctico tiene sus límites o su contrapartida: al desear aclaraciones sobre todas las cosas, no posee precisamente de ellas más que aclaraciones. Procediendo de este modo nunca estamos seguros de llegar hasta el punto en que es posible la búsqueda, es decir, hasta la cosa misma, pues nos detendremos al hallar no lo verdadero, sino lo que parece verdadero. La verosimilitud es un criterio de probabilidad, no de verdad; el discurso dialéctico alcanza la universalidad tan sólo al precio de la vacuidad.

La retórica

Al rechazar deliberadamente la idea de una retórica científica no reconocerá otra retórica que la de los retóricos: un arte que no puede ser otra cosa que empírico (puesto que es el carácter empírico mismo de la relación de hombre a hombre, y sólo él el que hace necesaria la mediación retórica allí donde no está dada o simplemente no está reconocida la transparencia de un saber. La ciencia especializa y aísla, separa al hombre de sí mismo, lo compartimenta, lo trocea impidiéndole, entonces, encontrar en sí misma esa humanidad total que le permita comunicar con el hombre total capaz de deliberación y acción, de juicio y de pasión, que es el oyente del discurso retórico. Al separar al hombre de sí mismo la ciencia separa también al hombre del otro hombre: sustituye la titubeante fraternidad de los que viven en la opinión por la trascendencia de los que saben.

 Lo universal y lo primero

La ciencia arquitectónica no ha de buscarse en la competencia, ni tampoco en la apariencia de competencia, sino en la afirmación proclamada muy alto de la no-competencia, en la ironía socrática. No hay más que un saber que sea universal, y por ello primero: es el saber del no-saber.

Universal lo es de dos maneras: negativamente, en primer lugar, pues no está especificado por ningún objeto particular; pero también, en un sentido más positivo, porque pone cada saber en su sitio verdadero, es decir, en un sitio particular impidiéndole que se identifique abusivamente con la totalidad. La universalidad buscada no puede ser la universalidad de un saber real o aparente sino la de una negación, con más precisión la de una crítica. Un mismo hambre no puede saberlo todo, pero puede preguntar cualquier cosa acerca de cualquier cosa. Sócrates descubre el único poder legítimamente universal: el de la pregunta; el único arte al que ningún otro puede disputar la primacía: el de plantear cuestiones; dicho de otro modo: la dialéctica. El arte supremo, la ciencia primera, no es la retórica sino la política, ese arte real, el cual es primero porque, en virtud de su definición lo gobierna todo, manda en todo y de todo saca provecho.


Debilidad y valor de la dialéctica

La función de los límites de la dialéctica son que, en todo género de especulación y búsqueda, tanto en la más trivial como en la más elevada, parece que hay dos clases de actitud: podríamos llamar a la primera ciencia de la cosa, y a la otra una especie de cultura, pues, es propia del hombre cultivado para emitir un juicio perteneciente acerca de la manera, correcta o no, conforme a la cual se expresa quien habla. Es esa cualidad la que pensamos que pertenece al hombre dotado de cultura general. Este hombre es capaz de juzgar el sólo acerca de todas las cosas, mientras que el otro sólo es competente en una naturaleza determinada. La ciencia es exacta pero tiene el inconveniente de referirse sólo a una naturaleza determinada, ignorando la relación de esa naturaleza con las demás y, en definitiva, con el todo.

La cultura se salva por su misma generalidad, permite juzgar cualquier discurso; autoriza a quien la posee a juzgar legítimamente sobre cualquier cosa; tiene una función crítica universal: una función crítica que sólo es universal porque se conforma con ser crítica, es decir, con juzgar el discurso de otro, pero no presentándose ella misma como discurso añadido a otros discursos; significa que tienen poder para condenar no para decir. Sin ser competente él mismo, el dialéctico, tiene el poder maravilloso de reconocer y denunciar la incompetencia de los demás. Y es que la falsedad de contenido acaba siempre por traducirse en un vicio de forma, y de ese vicio puede el hombre cultivado, sin saber nada, juzgar legítimamente; su juicio se refiere a la forma. El hombre cultivado no es sino el hombre en cuanto hombre que, al no estar ligado a nada comunica con la totalidad, pone a cada sabio en su lugar, le prohíbe confundir los géneros y, si bien, no le impone ningún método, le prohíbe al menos todos aquellos que no nazcan de la ingenuidad, en cada caso reconquistada ante el objeto.

La función crítica es distinguida radicalmente por A de la competencia. La ciencia suprema de los platónicos se ve destronada en provecho de una universalidad únicamente formal.

La lógica (instrumento) tiene como condición de su universalidad su independencia por respecto a todo saber particular. Cada uno de los caracteres de la cultura en A se ven confirmados y precisados en cada caso con la concepción aristotélica de la dialéctica. La dialéctica refuta realmente y entonces es crítica; pero sólo demuestra en apariencia, tanto en el caso de una conclusión verdadera como en el de una conclusión falsa, que no es entonces nada más que verosímil. Negar lo particular significa remitirse a lo universal o como dice A afirmar probable lo universal.

La contrapartida de la negación aristotélica de ciencia es el reconocimiento de que sólo puede hablarse de dialécticamente, es decir, negativamente, acerca de la totalidad. La particularidad de Aristóteles consiste en que considera en el buen sentido las imperfecciones, reconocidas de antemano, propias de la dialéctica transmutando dichas imperfecciones en privilegios. Los principios comunes son como las negaciones, y ése es el carácter que les permite no referirse a una naturaleza y géneros determinados como la afirmación científica, sino a la totalidad. Lo negativo se convierte, por vez primera, en índice de posibilidad indefinida; se trueca en apertura a la totalidad, lo cual no es una liberación.

La dialéctica es una manera de pensar que se mueve más allá de las esencias, estando, por tanto, desprovista de todo apoyo real que le permita avanzar. Y es que ningún método que tienda a manifestar la naturaleza de algo procede mediante interrogaciones; hay por tanto una oposición entre la actitud científica y la dialéctica.

El sabio demuestra proporciones que ciertamente pueden objetadas por un adversario, pero corriendo éste con la carga de establecer mediante una nueva demostración, la verdad contradictoria.

El dialéctico, en cambio, plantea problemas que, en apariencia sólo difieren en su forma interrogativa pero que en realidad impiden al que pregunta justificar los términos.
Podemos definir en A dos clases de dialéctica:

a) Una dialéctica provisional y pre-científica, la cual tiende con un proceso titubeante e incierto hacia la captación y definición de una esencia que, sirviendo luego de principio de demostración, funde un saber que será independiente de las condiciones dialécticas de su surgimiento. La dialéctica representa entonces el orden de la investigación, que una vez en posesión de la esencia se invierte ante el orden deductivo único que expresa el movimiento del saber verdadero.

b) Para Aristóteles el verdadero diálogo es aquel que progresa, pero no concluye; pues sólo la inconclusión garantiza al diálogo su permanencia. La verdadera dialéctica es la que no desemboca en ninguna esencia, en ninguna naturaleza y que, sin embrago, es lo suficientemente fuerte como para encarar los contrarios sin el auxilio de la ciencia. 

Tal es el amargo triunfo de la dialéctica, que el diálogo renazca siempre de su fracaso, que el fracaso del diálogo sea el motor secreto de su supervivencia, que los hombres puedan seguir entendiéndose aún cuando no hablen de nada. Esta dialéctica sin mediación nada tenía que hacer allí donde la mediación está dada, o al menos donde se ha hallado al fin en las cosas. Pero allí donde no hay mediación, el silogismo es impotente, como consecuencia de la excesiva generalidad del objeto de la demostración que excluye la posibilidad de un término medio, la dialéctica sustituye a la analítica supliendo sus insuficiencias. La permanencia misma del diálogo llega a ser el sustituto humano de una mediación inhallable en las cosas: la palabra es, entonces, el sustituto inevitable del saber.

La dialéctica de este modo todavía participa de la verdad ya que se refiere a lo verosímil y permite razonar con justeza formal. Puede ser considerada como auxiliar de la ciencia, cuyos principios ayuda a establecer; respecto a cada principio nos enseña sobre todo donde no hay que buscarlo; no nos hace más que despejar el terreno a la intuición que sigue siendo el único fundamento de la demostración.

El término medio es la causa del silogismo porque es esencia, y esta lo es en razón de los atributos. La progresión del silogismo no sería otra cosa que el despliegue de la necesidad de la esencia. El papel del filósofo sería situarse dentro del dinamismo de la más elevada, a fin de comprender el mundo como totalidad de sus atributos.

El ideal de la metafísica aristotélica sería un ideal analítico, deductivo; su punto de partida sería la intuición, su instrumento el silogismo, no siendo el propio silogismo más que el despliegue de la esencia en el discurso humano. Si es cierto que la dialéctica no nos enseña nunca la esencia de ninguna cosa, que su especulación se mueve independientemente de la esencia, que no se refiere a ninguna esencia determinada, vemos entonces cómo se hallaría justificada la incompatibilidad entre dialéctica y filosofía del ser. El género de realidades donde se mueven la sofística y la dialéctica es el mismo que para la filosofía, pero esta difiere de la dialéctica por el modo de usar su poder, y de la sofistica por la elección del género de vida. Su dominio común es que tratan de todas las cosas, del ser, ya que este es común a todas las cosas. A veía en la dialéctica tan sólo una prueba, en sentido socrático, destinada a preparar o a confirmar a los ojos de los hombres y del filósofo mismo el primero, la realidad del saber filosófico. Y es que no hay para A un objeto cuyo saber sea la filosofía por la razón de que el ser camino a todas las cosas no puede ser captado en la unidad de un género, y que no hay una ciencia en sentido estricto que nos haga conocer el ser. La filosofía se presenta como una ciencia universal, la dialéctica como un poder universal de examen y crítica. La filosofía es una ciencia del ser, es una ciencia buscada, y que se agota ella misma en esa búsqueda, estamos siempre en camino hacia la totalidad. Siendo así, lo que aproxima a la dialéctica y a la filosofía no es la identidad de sus dominios sino también la identidad de sus procesos. La filosofía del ser se nos presenta como una colección de problemas y no de proporciones; ciencia eternamente buscada, la ciencia del ser en cuanto ser es de tal modo que la preparación dialéctica al saber se convierte en el sustituto del saber mismo.


SEGUNDA PARTE: LA CIENCIA INHALLABLE

ONTOLOGÍA Y TEOLOGÍA O LA IDEA DE FILOSOFÍA

UNIDAD Y SEPARACIÓN
    
La metafísica aristotélica es heredera de dos series de problemas:

En qué condiciones el discurso humano es significativo, es decir, se encuentra provisto de una significación única; cómo puede el discurso humano ser uno acerca del ser. El decisivo corte entre una esfera de realidades estables y, por tanto, expresables, y otra serie de realidades movedizas A no lo pone en duda. A asocia constantemente la cuestión de si existen otros seres además de los sensibles a esta otra que es la de si es posible una filosofía distinta de la física y emplazada antes que esta en el orden. Si no hubiera otras esencias que aquellas constituidas por naturaleza, la física sería la ciencia primera; pero si hay esencia inmóvil esta será anterior, y habrá una filosofía primera; ciencia que se llamará teología.

Los problemas fundamentales de la metafísica se reducen a dos fundamentalmente. El primero es el de la unidad, esto es, son reductibles a unidad las múltiples significaciones del ser, existe un principio común a todos los seres. El segundo es el problema de la separación: saber si no hay que reconocer más que seres sensibles o si hay otros además de ellos. A se refiere al problema de la separación cuando pregunta si el estudio de las ciencias pertenece a una ciencia o a varias, si es una ciencia la que se ocupa de todas las esencias o varias, si hay o no, fuera de la materia alguna cosa que sea causa por sí, esto es, si hay algo fuera del compuesto concreto.

Si el ser tiene varios sentidos, si las esencias son irreductiblemente múltiples, si el mundo es una serie de episodios, si el mundo es una serie de episodios, no hay más que saberes dispersos-. Por otra parte si no hay más que seres sensibles la existencia de la sabiduría se encuentra comprometida, no por la dispersión de los saberes sino por la preeminencia de uno de ellos. Pero si la sabiduría se halla vinculada en cuanto a su existencia a la doble condición de unidad del ser, y de la existencia de una esfera suprasensible, es que le compete una doble definición: la que ve en ella una ciencia universal y la que le convierte en un saber trascendente. Ciencia buscada como ciencia universal o ciencia primera que se precisa en el doble proyecto de una ontología y una teología. En este sentido podemos llamar ontológico al problema de la unidad y teológico al problema de la separación.

La búsqueda de la unidad del ser, anunciadora del proyecto de la ciencia del ser en cuanto ser, se alterna constantemente con la búsqueda del ser separado cuya existencia autorizaría la constitución de una sabiduría entendida como teología.

Hay una oposición fundamental entre un mundo destinado a la contingencia y a la indeterminación, y un mundo divino que sólo remite así mismo y cuya más alta realización es un Dios que sólo puede conocerse así mismo. Y es que hay según A dos clases de contrarios: en primer lugar, los que pertenecen por accidente a ciertos seres; en segundo lugar, los contrarios que están entre esos atributos que pertenecen necesariamente a las cosas que pertenecen; esto es atributos accidentales y atributos por sí.

Resulta necesariamente que las cosas corruptibles e incorruptibles sean diferentes por el género, lo cual quiere decir que no hay género común del que lo corruptible y lo incorruptible sean especies o diferencias específicas; el par antitético corruptible incorruptible no divide un género, constituye una antitesis fundamental. Si hay ciencia de los contrarios es tan sólo de aquellos que se encuentran separados por una diferencia específica, y no de aquellos contrarios que constituyen un género por sí solo. Y, por tanto, el ser no significa idénticamente lo corruptible y lo incorruptible, lo terrestre y lo divino; no hay ser que sea común a lo uno y a lo otro, o, al menos esa comunidad es tan sólo verbal, equívoca y no basta para constituir una ciencia única. Hay más distancia entre los seres que difieren por el género, que entre los que difieren por la especie. Hay que escoger: o bien, la idea es la forma y la esencia de lo corruptible o bien, es incorruptible; pero no puede ser ambas cosas a la vez. Hay que escoger entre unidad y separación; A escoge insistir acerca de la separación. La separación de la idea que hace de ella una realidad incorruptible, le impide ser una idea. Y el hecho de ser una idea, de concentrar en sí lo que son las cosas de las que es idea, de ser la unidad de una multiplicidad a la que define, le impide estar separada.

Y es que si lo corruptible y lo incorruptible difieren en género, sus principios difieren de igual modo.

Pero ocurre que la corruptibilidad es incorruptible con la dignidad del principio, y más aún con su naturaleza misma. Cuando A pide que se reconozca la existencia de principios corruptibles, quiere decir sobre todo que los principios incorruptibles no pueden ser la causa de la corruptibilidad de lo corruptible. El mundo de las Ideas podría ahorrarse el mundo sensible. Si existiera un hombre eterno se generaría como eterno. Lo eterno no es lo que es, y lo contingente no es totalmente lo que es: de esta degradación de lo eterno en lo corruptible ninguna teología puede dar cuenta. A se ha dado cuenta de la necesidad interna que convierte a la dialéctica platónica en un proceso que va desde las Ideas, por las Ideas y hasta las Ideas, que no sal de lo inteligible y que es incapaz de acercarse a lo sensible. Por respecto a la teología A extrae dos consecuencias que sin ser contradictorias, se condenan mutuamente a la paradoja: la teología es la única ciencia; la teología es inútil.

a) La teología es la única ciencia: la noción misma de principio excluye la corruptibilidad. Por una parte están las ideas, y por otra lo sensible, y no hay otros números y otras magnitudes que los matemáticos, es decir, abstraídos de lo sensible. Los seres matemáticos no son más que lo sensible, sino que son lo sensible menos ese algo, que es el movimiento y que ha sido abstraído. Las realidades matemáticas (inmediatamente manifestadas por el movimiento de los astros) sean admitidas en la región de lo divino o sean relegadas más acá del mundo sensible, en ningún caso juegan el papel de mediadoras que les asignaba Platón. A niega que las matemáticas puedan ser instrumentos de una matematización, de una idealización de lo sensible que mediante este rodeo podría convertirse en objeto de ciencia.

La razón sabe y piensa mediante el reposo y la detención; pero ocurre que el pensamiento no puede descansar en el movimiento: para expresar la estabilidad requerida recurre al concepto de lo necesario, esto es, de lo que puede ser de otro modo que como es.

La ciencia no se distingue de la opinión por el carácter verdadero o falso de sus afirmaciones, sino por la necesidad que va unida a las necesidades de la primera. La distinción no va tanto en el objeto, como en el modo de considerarlo. Distingue dos tipos de contingencia: la contingencia relativa que se debe a un desfallecimiento de mi saber y la contingencia absoluta inscrita en la naturaleza de las cosas. Ninguna ciencia puede pensar la contingencia absoluta sin transformarla indebidamente en necesidad. Reconcilia su concepción idealista de ciencia con la descripción del mundo real: si bien no hay ciencia de lo corruptible, ya que destruiría lo contingente, en cambio puede hablarse legítimamente de corruptibilidad en general: la corruptibilidad no es ella misma corruptible y por ello es objeto de ciencia. Y A reconoce en la sucesión infinita de generaciones y corrupciones el sustituto de la eternidad. Hay una necesidad de la corrupción y de las formas derivadas del movimiento (cambio de lugar, alteración, crecimiento) que convertiría a lo corruptible y móvil en posible objeto de ciencia: incluso en este caso la posibilidad concierne únicamente a lo universal, no a lo particular: la ciencia no descenderá nunca hacia lo corruptible en su singularidad. Y es que si no hay algo aparte de los individuos, no habrá nada inteligible, y no habrá ciencia de ninguno, a menos que se llame ciencia a la sensación. Tampoco habrá nada eterno ni inmóvil, pues todos los seres sensibles serán corruptibles y estarán en movimiento.

Si hace falta en orden a las necesidades de la ciencia que exista alguna cosa aparte de los individuos es necesario que lo que exista aparte de los individuos sean géneros; ahora bien ello nos ha sido demostrado que es imposible.

Si no hay nada eterno, el propio devenir no es posible. Es necesario que lo que deviene sea algo, así como aquello a partir de lo cual ha devenido, y que el último término de lo uno y lo otro sea inengendrado, si es cierto que la serie deviene. No hay ciencia más que de lo inmutable y lo inmutable no existe en estado separado más que en lo divino. Así la teología es la ciencia por excelencia, y no hay otras ciencias más que aquellas que como la astronomía son una parte de la teología, o bien aquellas cuyo objeto imita al objeto de la teología.

Si existen ciertos seres inengendrados y completamente inmóviles competen, por tanto, más bien a una disciplina distinta de la ciencia de la naturaleza y anterior a ella: la filosofía primera o teología.

b) No obstante la teología es inútil

Si toda ciencia es de tipo teológico, la teología no nos enseña nada; pues no existe entre lo eterno y lo corruptible esa relación sutil de inteligibilidad, determinada además por mediaciones matemáticas, esto es, participación.

Aristóteles no suprime el jorismós: los cuerpos celestes han ocupado el lugar de las ideas como realidades separadas, pero ya no son las ideas los arquetipos de nuestro mundo. La teología aristotélica no es más que teología: el teólogo de A es un hombre tal que la contemplación lo convierte en algo tan separado como su objeto, cuya posesión considera más que humana, y que tan sólo pertenece a Dios o, al menos principalmente a Dios: Dios es el único teólogo, o al menos sólo hay teología perfecta de él en el doble sentido de un genitivo objetivo y subjetivo; teología doblemente divina que consiste en el conocimiento de Dios por Dios, y que no es más que conocimiento de Dios; pues sería indigno de Dios pensar en otra cosa que en sí mismo. La trascendencia no es aquí condición de unidad sino que vuelve a encontrar una acción separadora, no separando solamente al hombre de lo divino, sino también a Dios del mundo. La trascendencia es más radical en el sentido que va de Dios al mundo, que en el que va del mundo a Dios. La teología conserva la primacía, sigue siendo la ciencia real, su reino ya no es otra cosa que el de un soberano sin súbditos; la teología conserva su excelencia pero se ha convertido en inútil, y es que todas las ciencias son más necesarias que ella (necesidad en el sentido de hacer falta), pero ninguna la aventaja en excelencia.

En A interfieren dos concepciones de filosofía: por un lado, un progreso humano muy laborioso, un caminar laborioso y aporético; por otro lado, la posesión más que humana de un saber trascendente y que se precia de no servir de interés a los hombres. [La necesidad como la investigación son en Aristóteles ontológicas] Todo lo cual supone una apercepción inmediata de una trascendencia superponiendo a la necesidad de la filosofía una teología de lo inútil: si Dios no necesita del mundo, los hombres tampoco necesitan de un Dios que ni es ni puede ser para ellos lo único necesario. Y sin embargo esa inútil divinidad que hace girar sus esferas en un mundo que no es el modelo del nuestro, no por ello es menos amable: con su presencia visible no puede dejar de inspirar los trabajos y los pensamientos de los hombres, que furtivamente lo contemplan. La afirmación de la trascendencia si bien excluye toda relación directa de conocimiento entre Dios y el mundo, así como toda relación de deducción entre la contemplación de lo divino, y la investigación terrestre, no excluye por ello toda relación existencial o vital. El no ser ya ciencia de las Ideas no le impide a la teología seguir siendo un ideal para el hombre: la realidad del jorismós puede ser sentida, no tanto como separación irremediable, cuanto como una invitación a superarla. Entre la investigación ontológica y la contemplación de lo divino puede haber y debe haber relaciones que no se agotan con la palabra separación.

EL DIOS TRASCENDENTE: LA INTERPRETACIÓN DE LA TEOLOGÍA ASTRAL

A ve en la teología astral el único fundamento posible de una teología científica: los astros dioses ocupan en él, el lugar de las ideas platónicas. Y es que si bien todas las causas son eternas las que lo son particularmente y que nos proporcionan así ese saber inmóvil y separado que buscamos; causas que son causas de aquellos seres divinos que son visibles. Todas las causas son eternas quiere decir que los primeros principios de todo lo que es sólo pueden ser inengendrados e incorruptibles, pues si no todas las causas se disolverían en la nada. Pero hay una dificultad cuando no una imposibilidad de alcanzar esos principios primeros. Y es que todos los principios son eternos, pero los hay cuya eternidad no es particularmente sensible: aquellos que alcanzamos intuitivamente contemplando el cielo. La contemplación del cielo, de los dioses visibles, representa en A el fundamento cierto e inquebrantable, a partir del cual, un proceso hasta entonces aporético, va a poder invertirse para empezar ahora de nuevo. La intuición de los dioses visibles nos autoriza a afirmar que hay un dominio del ser, lo divino, en la que la separación entre lo sensible y lo inteligible ya no tiene sentido, porque en el coinciden. El orden que reina en el cielo es inteligible, pero el cual no está oculto detrás de los fenómenos sino que se manifiesta inmediatamente en ellos. Y es que es la materia la que oscurece lo inteligible y lo degrada en sensible; a la inversa, es la materialidad de las esferas la que garantiza su apercepción, en un acto del espíritu que es ontológicamente anterior a la distinción entre sentidos e intelecto. Si la materia es fuente de contingencia se comprenderá que el cielo sea dominio de necesidad, y, por eso, objeto privilegiado de la ciencia demostrativa. El mundo celeste es la realización siempre presente del orden, la unidad y la inmortalidad que le faltan al nuestro. A nos enseña que lo inteligible es captado en una estética, y no en una dialéctica, lo cual desemboca en una prueba de la existencia de Dios por orden del cielo.

EL DIOS TRASCENDENTE: LA INTERPRETACIÓN DEL PRIMER MOTOR


La teoría del primer motor es la forma que reviste la teología aristotélica cuando es pensada no a partir de la experiencia directamente teológica, constituida a partir de la contemplación del cielo y el conocimiento astronómico, sino a partir del fenómeno fundamental del movimiento, de un movimiento que siendo eterno en su conjunto se fragmenta, no obstante, en una multiplicidad de movimientos aparentemente discontinuos. La eternidad del tiempo exige un movimiento distinto del que reina en el mundo sublunar: un movimiento continuo. El único movimiento continuo es el movimiento en el lugar, y además, hace falta que ese movimiento sea circular, y que es visible en el primer cielo. Así se llaga a un primer motor que se mueve sin ser movido y que es la causa inmediata de todos los movimientos celestes y la causa mediata de todos los movimientos en el mundo sublunar. Por tanto, el Primer Motor deberá moverlo progresivamente todo, en tanto se mueva el más humilde móvil, lo cual es exigido por ellos teniéndole que ser contemporáneo y extensivo.

Todo lo que se mueve es movido necesariamente por algo que a su vez es movido, hasta llegar a un primer motor no movido, pues, no se puede proceder al infinito. Lo movido no se mueve más que durante el tiempo en que lo mueve el motor; el movimiento del primer motor y del último móvil deberán ser simultáneos. El último móvil desarrolla su movimiento en un tiempo infinito; desarrollándose el del Primer Motor y los motores intermedios en un tiempo igualmente finito; constituyendo la totalidad de motores y móviles una serie continua.

El primer motor es necesariamente inextenso: carece de partes y de magnitud; si tuviera magnitud sería bien infinita (lo cual es contradictorio) o, bien finita, la cual no podría mover durante un tiempo infinito como lo exige la eternidad del movimiento. Y si se entiende por lugar el límite del cuerpo envolvente, siendo cuerpo envuelto el que es capaz de moverse por transporte, no tiene sentido hablar de un lugar del Primer Motor. Ocurre que no podemos hablar de trascendencia con nuestras categorías físicas, porque lo divino está más allá de las categorías; porque esas categorías, instrumentos del discurso humano sobre el mundo, tienen sólo sentido mundano, y carecen de sentido respecto a Dios. Pero a presiente que la palabra humana conlleva el remedio a su propia finitud, y ese remedio es la negación. Al negar de Dios todo lo que es verdadero de nuestra experiencia del mundo sublunar, al decir que su esencia no comporta ni lugar, ni vacío, ni tiempo; que es inmóvil, impasible, inalterable y que, si es un ser vivo, su vida debe pensarse sin fatiga e inmortal. Tenemos alguna posibilidad, desviando la mirada de lo que Dios no es, de elevarnos a un presentimiento de inefable trascendencia. La negación es como el índice de trascendencia en el seno de la finitud.

El hecho de que Dios actúe como causa final nos dispensa de dar una explicación de una acción sobre el mundo y nos evita el peligro de hablar de Dios trascendente en términos de inmanencia. Sólo la causalidad final, al mover a distancia y no conllevar intermediarios puede ejercitarse en la separación. Si bien es un Dios lejano, no es un Dios oculto: es un Dios accesible a la contemplación: la causalidad final no es otra cosa que la causalidad de la visión, una causalidad en la que la causa no tiene que comprometerse ella misma, sino que obra mediante una delegación en el espectador: mueve sin ser movido a su vez, actúa sobre el mundo, sin ser el mundo. La teoría del motor deseable reafirma la radicalidad del jorismós: el Dios no condesciende en nada, en nada reclama; simplemente es, no tiene  necesidad de actuar y su acción es extrínseca, no es de él, sino hacia él. El mundo no procede de él y ni siquiera es conformado por él; se contenta con tender hacia él.

Motor ausente, es el ideal inmóvil hacia el cual se esfuerzan los movimientos regulares de las esferas, los más complejos de las estaciones, el cielo de las generaciones y las corrupciones, las vicisitudes de la acción y el trabajo de los hombres. No se ve en él más que un fin, final siempre aplazado de una búsqueda y un esfuerzo. La búsqueda de lo divino y el esfuerzo del mundo hacia él se van haciendo poco a poco más importantes que lo divino mismo: ese fin buscado y anhelado, sólo poseído a distancia en los raros momentos de contemplación astral, debió parecerle demasiado lejano.

ONTOLOGÍA Y TEOLOGÍA

En el libro E de los textos metafísicos A presenta la filosofía primera o teología como parte de la filosofía general o ciencia del ser en cuanto ser. La teología recibía, en el conjunto del saber, el puesto particular que le otorga la particularidad de su objeto. A, tras distinguir tres especies de seres: los sensibles corruptibles, los sensibles eternos y los inmóviles; asigna claramente el estudio de los dos primeros a la física, y el de los seres inmóviles a la ciencia del Primer Motor o teología. Cuando A pensaba en constituir una ciencia del ser en cuanto ser, su proyecto era subordinar a una ciencia universal las ciencias que consideran el mundo bajo tal o cual aspecto particular y que ignoran por ello su propia relación con la unidad.

La teología no sería más que la primera de las ciencias particulares, pero no la primera de las ciencias, puesto que por encima de ella estaría la ciencia del ser en cuanto ser: Si la ontología es una reflexión sobre el discurso humano; si este discurso es esencialmente un discurso atributivo, si tal discurso atributivo no se refiere más que al mundo sublunar, entonces se comprende que el proyecto ontológico deje fuera de sus investigación el dominio del ser divino. A no extrae jamás explícitamente esa consecuencia; pero, si lo divino no está admitido de derecho en el proyecto ontológico, lo está de hecho y esa omisión no debe ser subestimada por ello.

La teología como discurso humano acerca de Dios no es en una amplia medida más que una teología negativa, un discurso que sólo llega a Dios negándose como discurso asimismo. La consideración de la indivisibilidad del ser divino, consecuencia directa de su inmovilidad, basta para hacer imposible desde el principio toda atribución positiva de la que el fuese sujeto. Pues en el caso de lo simple, de lo no-compuesto, la verdad no puede consistir en la verdad de la proposición, sino en captarlo o en no captarlo. Salimos del dominio del discurso atributivo y, tal vez, del discurso humano si es cierto que, el discurso humano, nunca dice la cosa, sino siempre algo de la cosa, lo cual se debe a que es proposición y no desvelamiento. 

Y es que la esperanza en descubrir principios comunes que, en defecto de una imposible unidad genérica, animaba a la búsqueda ontológica, corría el riesgo de encontrarse comprometida, en el momento en que el ser en cuanto ser abarcase también a lo divino. Pero si la ontología repugnaba dejar un sitio a la teología, también a la teología, tal y como la concebía A hasta entonces, tenía que repugnarle, convertirse en una mera parte de la ontología. Hay en A dos concepciones de la teología:

a) La primera deriva de la teología astral, según la cual la teología es la ciencia del género divino al que es preciso estar separado de otras regiones del ser: ciencia de lo separado, la teología sería también una ciencia separada.
b) La segunda constituye una concepción platónica de la ciencia del principio que, no encontrándose ya en las ideas, sólo podrá ser buscada en el Dios trascendente, donde sería una ciencia universal por ser primera, ya que, el Dios trascendente es aquello por lo que es conocido y engendrado todo lo demás. Hay una cierta ambición de la teología de ser ciencia de los principios y hasta del único principio, y es que sólo podemos sustraernos a la serie de los principios elevándonos por encima de ella.

El Dios de Aristóteles es simplemente ser. El mundo es quién por relación a él es un ser menor. La diferencia entre Dios que es, y el mundo que tiende a ser, es el orden del no-ser; ahora bien, el no-ser no se deduce. La degradación se hace constar, puede remontarse, pero no explicar.

A aplica a Dios el vocabulario platónico del principio que se entiende en tres sentidos: principio del ser, principio del movimiento y principio del conocer. El Dios de A no es ni principio en el primer sentido ni en el tercero; puesto que no crea el mundo y que al no conocerlo no puede no ser aquello a partir de lo cual el mundo es conocido. Pero si es principio de movimiento, no como una causa eficiente ya que no mueve como una causa eficiente sino que mueve como objeto de amor, como causa final.

Si nos instalamos en Dios como en un principio el mundo será siempre imprevisible. Al contrario si partimos del mundo, descubriremos lo divino como finalidad oculta de los fenómenos sublunares. El ser no explica el ser menor, como tampoco el ser amado explica el deseo que inspira, pues el deseo pertenece al orden de la carencia, de la negatividad; pero el ser menor tiende hacia el ser como el amante tiende hacia el amado, y entonces aparecerá el ser amado no como la causa, sino como el principio regulador de los movimientos aparentemente desordenados que provoca. El Dios trascendente mueve como el ideal de un movimiento que no tanto tiende a ir hacia él (pues es inaccesible), como a imitarlo con los medios de que dispone. El Dios de A no crea, deja ser. No ha podido impedir que el mundo sea; tampoco puede impedir que el mundo que es un menor ser, tienda hacia él que es ser. Por tanto, una causalidad ideal con el nombre de causalidad final, que tiene como función explicar no tanto lo que las cosas son, como lo que debieran ser. El fin es, por definición, trascendente a cuyo fin es (si no fuera así sería inútil ir hacia él); pero, si bien, hay fines parciales que pueden ser alcanzados y en los que se suprime el proceso que tiende hacia ellos. El fin absolutamente trascendente que es lo divino no puede sino ser el término de una aproximación infinita. Pues, si fuera alcanzado, no habría ya movimiento, y el mundo sería dios.
El movimiento es infinito porque el jorismós es radical o, mejor dicho, la infinitud misma del movimiento traduce la radicalidad del jorismós (y por eso, de otra parte, el movimiento del universo es circular y no rectilíneo, pues no hay movimiento rectilíneo infinito. La explicación teleológica tendrá mucho éxito en el detalle, en el plano de los fenómenos intramundanos, pero será necesariamente deficiente en el conjunto. La naturaleza no hace nunca nada en vano, pero a veces corrige esta fórmula optimista haciendo constar que la naturaleza no puede todo lo que quiere. Los fracasos de la naturaleza son, en cierto modo, necesarios, pues, si no son necesarios por relación a dios, lo son por relación al mundo, son necesarios por accidente. En efecto, el accidente es necesario desde el punto de vista del conjunto, pues si no hubiera accidentes en el mundo, el mundo no sería lo que es. La contingencia es esencial al mundo, entra en su constitución y por ello en su definición.
Para A, la contingencia del mundo revela su separación respecto a dios, y la impotencia de dios es, paradójicamente, la garantía de su separación respecto al mundo. A ha escogido la separación frente a la inteligibilidad. Lo que ha podido inducir a error a muchos intérpretes es que esa elección no fue claramente formulada, y quizá ni siquiera asumida por A. Se encuentra con la contingencia bajo el aspecto del fracaso que lo es del inteligible mismo.

La paradoja de la finalidad es que tiende a suprimir la separación entre el fin y aquello cuyo fin es, entre la perfección y lo imperfecto, que es, sin embargo, la condición de su ejercicio. Si queremos entender que no se destruye al consumarse, hay que admitir que esa consumación nunca es total, que conlleva una parte irremediable de impotencia. Un mundo sin fracasos sería un mundo donde el ser sería todo lo que puede ser, donde no habría ni materia, ni potencia, ni movimiento, ni multiplicidad. Semejante mundo se identificaría con su principio; acto puro inmaterial, inmóvil y único como él, sería, a fin de cuentas, indiscernible de él.

A parte del hecho de que el principio es, para concluir que lo que hacia el tiende conlleva una parte de no-ser: la naturaleza tiende siempre hacia lo mejor, y es mejor ser que no ser. Pero el ser no puede pertenecer a todas las cosas porque están demasiado lejos de su principio. Es propio del principio no realizarse enteramente en aquello cuyo principio es, y por eso A lo considera como el término nunca alcanzado de la ascensión y no como el punto de partida de una procesión, el ideal de una búsqueda y no el fundamento de una deducción. En A no hay relación descendente de dios hacia el mundo, sino la realización ascendente del mundo a dios, una relación que no es ni de principio ni de consecuencia, ni de modelo a copia, sino más bien de imitación, de aspiración a un ideal entrevisto. El mundo tiende hacia un ideal que no lo constituye, y del cual es, en muchos sentidos, negación. Pero la noción de imitación que acabamos de introducir va a permitirnos, quizá, iluminar las ambiguas relaciones entre teología y ontología, antes de ser iluminada por ellas.

A empieza el libro cuarto con una definición indiscutiblemente ontológica de la metafísica. La ciencia buscada se opone claramente a las ciencias particulares y su objeto, el ser en cuanto ser, a los géneros determinados del ser. El hecho de que se le asigne a la ciencia del ser en cuanto ser, inmediatamente, el examen de los axiomas comunes, y de que el resto del libro esté encargado de establecer  dialécticamente el axioma más común de todos, el principio de no-contradicción, basta para confirmarlo.

Por un lado, A situaba la unidad en principios primeros por ser universales; por otro la situará en un principio universal, por ser primero. Lejos de completarse, ambas partes ontología y teología, del libro A, aportan dos respuestas enfrentadas al mismo problema: el de la unidad. Respuestas enfrentadas porque la primera hace inútil a la segunda, y la segunda parece hacer inaplicable a la primera. Exactamente, como en el libro cuarto, la digresión teológica parecía destruir la argumentación dialéctica que, por su parte hacia superflua a la primera. Pero A se ha preocupado por señalar la unidad del libro: tras haber anunciado que había tres especies de esencia: la esencia sensible corruptible, la sensible eterna, y la esencia inmóvil; y consagrar la primera parte del libro de los principios de las cosas sensibles y de su unidad, asumirá, para la segunda parte, la investigación referida a la esencia inmóvil. En realidad este plan no es satisfactorio: primero porque A no ha dicho nada de esa especie intermedia que son los seres sensibles ternos, y luego, sobre todo, porque la segunda parte trata como la primera del principio de las cosas sensibles y su unidad. Tras haber recordado la teoría de los tres principios: materia, forma y privación; que se convierten en cuatro si, como ocurre con los seres artificiales, distinguimos causa formal y causa eficiente. A concluye, además, que aparte de estos principios, hay como lo primero de todos los seres, lo que los mueve a todos. Ocurre que el sol y la eclíptica aún no son el primer motor, ciertamente están entre los primeros móviles, las esencias sensibles eternas, y su causalidad es trascendente a las causas intramundanas. Pero más allá de los principios y las causas que distinguen al arte o la palabra humanas sobre la naturaleza sublunar, hay un principio más fundamental que, no es una causa entre otras, sino que su noción parece más allá de todas las distinciones humanas de la causalidad. Tiene, pues, el sentido de una reserva que dejaría abierto un campo que el discurso humano no puede explorar. A acaba de reconocer que la causalidad de la naturaleza, menos aún la del arte, no es simple, ya que es a la vez formal, material, privativa y eficiente. Pero hay un dominio donde la unidad que el discurso humano busca está dada inmediatamente: el del ser divino. Lo que se había presentado como una reserva, puede ahora presentarse como un recurso. Nuestro discurso es impotente para hablar de lo divino, pero ello se debe a que la simplicidad de lo divino repugna a las disociaciones de nuestro discurso. Más aún, lo divino sigue siendo lo primero de los seres, y es, incluso, aunque su noción nos sea oscura, el primer motor. Siendo así, la unidad subsistente en el es sería el motor oculto de la investigación humana acerca de la unidad. La unidad originaria de lo divino es el modelo, el ejemplo, intuitivamente contemplado en el cielo, de la unidad derivada que buscamos, y que no verificamos en el plano de nuestro lenguaje más que mediante el laborioso rodeo de la analogía.

La esencia es la primera de las categorías, pero A no descubre nunca esta primacía como relación de un principio a consecuencia. Sea el mundo un todo o una serie, la esencia es la primera en ambos casos, pero no en el mismo sentido: no es lo mismo ser la esencia de una totalidad, en la que todas sus partes vuelve a estar la esencia, que ser el primer término de una serie, donde cada término es la degradación del anterior.

En el momento en que reconocemos la presencia de la perspectiva teológica, en el corazón mismo de la problemática ontológica, importa notar lo insólito de dicha presencia y cómo rompe la continuidad de la investigación mucho más que la perfecciona. Si embargo, el equilibrio se restablece con: los principios son los mismos o están en relación de analogía… porque las causas de las esencias son como las causa de todas las cosas. A no puede haber querido decir que las causas de la esencia son las causas de la relación, de la cantidad, etc. pues la teoría de la analogía implica precisamente que estas causas son tan diferentes entre sí como lo son entre sí la esencia, la cualidad, la relación, etc. El discurso humano debe proceder como si las causas de las esencias fuesen causas de todas las cosas, como si el mundo fuese un todo ordenado y no una serie rapsódica, como un faktum, como si todas las cosas pudieran ser reducidas a las primeras de ellas, es decir, a las esencias, y a la primera de ellas como a su principio. Pero este como si… introduce una distinción capital entre la realidad de una relación inteligible y el imposible ideal de un mundo que hubiera recobrado su unidad ideal que, no obstante, lo es y que debe de seguir siendo, en el seno mismo de la dispersión irremediable, el principio regulador de la investigación y la acción humanas. Entonces, adquiere todo su sentido la frase: los principios son los mismos o están en relación de analogía, porque, además, el primero está en su realización. El primero, es decir, lo divino se nos revela en el esplendor de su acabamiento: acto puro si se quiere pero, a condición de no concebir el acto a la manera del resultado de las acciones humanas, sino como el esplendor puro de la presencia, que se revela al hombre en el espectáculo indefinidamente renovado del cielo estrellado. Este acabamiento entrevisto sin cesar, esa unidad no conquistada, sino originaria que guía al hombre en la noche lo atrae hacia él, obra de suerte tal que el imposible ideal sobreviva siempre en el corazón del hombre a sus inevitables fracasos. Nuestra palabra finalidad es impotente para describir esa relación. Nosotros tendemos hacia lo acabado porque se nos impone en el esplendor de su acabamiento; es un fin para nosotros porque es una realización, y no es que tendamos a realizarlo porque sea para nosotros un fin.

Es la perfección subsistente de aquello que está acabado en todas sus partes y desde siempre. Para traducir la relación del hombre con esa perfección, el hecho de que sienta como un deber habitar en ella, cuando sabe que está irremediablemente alejado de ella, traducimos la palabra imitación mimesis mediante la cual A designa con frecuencia esa relación fundamental que no pertenece tanto al orden del deseo como al de la vocación o la llamada, y al que ninguna metáfora puede llegar a agotar. Esta relación nos permite entender las alusiones teológicas del libro cuarto.

Sin duda, el principio de no-contradicción puede ser establecido, mediante argumentos puramente dialécticos, como condición de posibilidad de un discurso unitario, y la teología no parece tener nada que ver con ello. Pero la unidad del discurso no se daría nunca por sí misma, más aún, no sería nunca buscada, si el discurso no fuera movido por el ideal de una unidad subsistente. Hay como una patria del discurso en la que el discurso sería inmediatamente unitario, donde no habría necesidad de los equívocos auxilios de la dialéctica para mantenerse en una unidad amenazada sin cesar por la dispersión. La patria del discurso sería la esfera del ser uno, del ser que sólo tendría un sentido porque se nos daría en la univocidad de una presencia eterna. Ahora bien, dicha esfera existe, pues, la entrevemos en el orden inmutable del cielo, pendiente él mismo de una presencia inmóvil.

El discurso humano está a punto siempre de caer en la contradicción, porque las cosas de las que habla, las cosas sensibles, son lo que no eran, no son lo que eran. Por el contrario, el ser divino es el ser inmutable no es más que lo que es, pero también es todo lo que puede ser. Mientras que las cosas físicas no son nunca verdaderamente idénticas así mismas, la identidad subsiste en el ser divino, realiza inmediata e inminentemente la no-contradicción que el discurso humano experimenta como difícil exigencia. Sólo las certidumbres teológicas pueden mantener y asentar el esfuerzo dialéctico de sus defensores. Quizá de este modo se capte mejor la relación entre el ser divino y el ser en cuanto ser. No podemos contentarnos con que el ser en cuanto divino fuese un aspecto particular aunque el más eminente del ser en cuanto ser, pues aquí eminencia y particularidad se excluyen: su misma eminencia sitúa al ser divino en un plano donde el problema del ser en cuanto ser, es decir, el problema del ser considerado, a través, de la unidad del discurso que hacemos sobre el ya no se plantea. Esta restricción del dominio del ser en cuanto ser al plano tan sólo de lo sensible resulta de que, el hablar del ser en cuanto ser a propósito de lo divino, es decir, hablar de él en cuanto que sólo es ser constituye una repetición inútil en la que A no incurre.

Por el contrario, el ser sensible no es sólo lo que es o, más bien, no es en absoluto lo que es (pues, aquí la abundancia del discurso no hace sino revelar una carencia del ser). El ser en cuanto ser es esto y aquello, no constituye un género en cuyo interior su significación sea unívoca, sino que pertenece inmediatamente a una pluralidad de géneros, posee una pluralidad irreductible de significaciones. Por eso se plantea el problema de saber qué es ese ser: no en cuanto cantidad, cualidad, relación, etc.; eso lo sabemos de sobra. Sino en cuanto que es ser, esto es, saber qué fundamenta a través de la diversidad de sus acepciones la legitimidad de su uso con un nombre común. El problema del ser en cuanto ser no se plantea en el ámbito del ser divino porque aquí ser divino y ser en cuanto ser coinciden; se plantea, al contrario, en el plano del ser sensible; porque lo sensible se da siempre bajo el modo de la particularidad, y el ser en cuanto ser exigido por la coherencia de nuestro discurso, debe entonces buscarse más allá de dicha particularidad.

Los pasaje teológicos del libro cuarto prueban sólo una cosa que A no admite o ya no admite la separación absoluta entre los problemas teológicos y los problemas dialécticos. Nos recuerda que también existe lo suprasensible, y que ahí está quizá, en último análisis (un análisis que deja para más adelante) la luz sin la cual el hombre no aclararía jamás las aporías, y algo así como el motor secreto de su dialéctica. A busca primero, en el plano de lo sensible, los principios mismos de lo sensible; tras recordar la doctrina desarrollada en la física, según la cual, los principios del movimiento son tres: materia, forma y privación. A se pregunta si estos principios son los mismos para todos los seres: se trata de saber si los principios son o no idénticos para seres que pertenecen a géneros diferentes o que competen a categorías diferentes. O, dicho de otro modo, si unos principios obtenidos mediante el análisis de los fenómenos propios de una región del ser pueden aplicarse de manera unívoca al ser en su totalidad. Precisamente porque no se trata de un género determinado, sino que interroga acerca de lo que es común a muchos géneros, e incluso todos, no puede ser un problema ateniente a una ciencia particular, a la física, sino a la ciencia del ser en cuanto ser. Se habrá visto en esta interrogación, acerca de la unidad del ser en cuanto ser (del discurso acerca del ser), el problema fundamental de la ontología (puesto que lo que está más allá de todo género no puede suministrar prueba física alguna de su realidad, y sólo tiene existencia inmediata en el discurso).

En cuanto a la solución que da A, sólo puede confirmar el carácter ontológico ya sugerido por los términos de la cuestión: los principios son comunes en un sentido y en otro no lo son. No son comunes, en el sentido de pertenencia a un mismo género, pero son comunes por analogía. Se trata de afirmar con ellos una identidad no de términos sino de relaciones; en este caso de relaciones entre los diferentes sentidos del ser o categorías.

La unidad del discurso acerca del ser es una unidad sólo analógica, una unidad de relación que confirma, más que disipa la ambigüedad fundamental del ser. No puede decirse que la primera parte ontológica del libro A prepare la segunda parte teológica del mismo libro, pues, la segunda buscará también la unidad del ser: sólo que en vez de buscarla en la unidad de un discurso inmanente al mundo sensible (ontología) la buscará y encontrará en la existencia de una realidad suprasensible.

A ante la existencia simultánea de los contrarios propone el tratar de distinguir entre dos sentidos del ser, el ser en acto y el ser en potencia; lo que nos autorizará a decir que los contrarios coexisten en potencia, y ello permite explicar el movimiento. Pero no pueden co-existir en acto, y ello le permite salvar el principio de no-contradicción. Y A añade de manera inesperada: pediremos a estos filósofos que admitan también entre los seres alguna otra esencia a la que no pertenezca en modo alguno ni el movimiento, ni la corrupción, ni la generación. Y es que si todo estuviera en movimiento no habría verdades estables. Pero, en realidad, el movimiento supone una cierta permanencia de lo que cambia: lo que deja de ser conserva aún algo de aquello que ha dejado de ser, y lo que nace supone que algo de ello era antes. Cada momento del movimiento es en potencia el movimiento siguiente y es, en acto, lo que el momento precedente era en potencia. Y es que los seres pueden cambiar de cantidad y conservar la misma forma, que es el único principio de movimiento; lo cual confirma que A quiere fundar la existencia de un conocimiento verdadero precisamente en el plano del mundo sensible. Quienes afirman la verdad de las contradicciones extienden al universo entero observaciones que sólo se refieren a las cosas sensibles, e incluso a un pequeño número de ellas. La región de lo sensible que nos rodea es la única sujeta a composición y a generación, pero ni siquiera es por así decir una parte del mundo.

Si queremos que haya proporciones verdaderas hay que rechazar que todo esté en movimiento. La consecuencia sería entonces que unas proporciones serán eternamente verdaderas y otras eternamente falsas. Y además, que hay una cosa que mueve eternamente las cosas movidas, y que ello mismo es inmóvil. Junto a cosas que están ya en reposo, ya en movimiento, hay una que está eternamente en reposo que es el primer motor.

No se trata de añadir un argumento teológico a unos argumentos dialécticos, pues lejos de reforzarse se excluyen, sino de abrir a la dialéctica una perspectiva, un horizonte teológico, del que A se conforma por el momento con indicar la existencia, y cuya elucidación deja para más tarde.

El ser en cuanto ser y el ser divino coinciden efectivamente en el plano del ser divino; pero esta coincidencia no nos enseña nada a propósito del mundo sublunar y, por tanto, no puede proporcionar una respuesta inmediata al problema de la ontología. Pero ocurre que el ser divino, ni tampoco resulta ser ese ser en cuanto ser de nuestro discurso acerca de lo sensible. Y es que si bien, lo divino no exhibe esa unidad que la ontología busca, no por ello deja de guiar a la ontología en su búsqueda. La unidad del ser divino, si bien no es el principio constituyente de lo sensible, sigue siendo el principio regulador de la investigación ontológica de la unidad. Todo el proceso de investigación de la ontología aristotélica apunta a reconstruir, mediante el espontáneo rodeo del lenguaje o través de las mediaciones más doctas de la dialéctica, una unidad derivada que sea como el sustitutivo en el mundo sublunar de la unidad originaria de lo divino.

A: aquello que es signo de la esencia en el mundo sensible, es signo también de ella en el mundo inteligible. La preocupación semántica que inspira esta observación será confirmada por el uso aristotélico de la palabra ousía, que es una de esas palabras raras que A emplea a la vez para hablar de realidades sublunares y divinas sin  que nada indique que esa comunidad de denominación sea sólo metafísica o analógica. Ousía: acto de lo que es; este acto no se nos da, no se nos presenta nunca con más fuerza que en la presencia de aquello que, en el cielo, es eternamente lo  que es. De la esencia de Dios no hablamos por extrapolación a partir de la experiencia humana, sino que, al contrario, los seres sensibles podrán acceder a la dignidad de esencia en la medida en que imiten a su manera a la esencia de Dios. En el mundo sublunar ousía significa acto de lo que es, el acabamiento de lo que está dado en la realización de la presencia o la entelequia. Sólo que en el mundo sublunar este acto nunca es puro, siempre está mezclado con la potencia, porque ningún ser del mundo sublunar es rigurosamente inmóvil. Al no ser inmóvil es solamente objeto de un discurso múltiple que trata de captar mediante un rodeo su huidiza unidad. Ese rodeo residiría en la proposición, en el decir de, en el kategorein, que es la estructura fundamental del discurso humano. Ahora bien, la posibilidad misma de la predicación implica que el ser tenga varios sentidos o, dicho de otro modo, que la esencia no sea el único sentido del ser. El ser divino sólo tiene un sentido, significa la esencia; en este sentido la unidad es originaria, esto es, en este sentido es imposible acerca de él, un discurso atributivo que no sea negativo. El ser del mundo sublunar, por el contrario, como sólo se puede hablar de él, y no contemplarlo en la unidad de su presencia, conlleva varias significaciones o categorías, y por eso su unidad debe de ser buscada sin cesar. La inaplicabilidad de las categorías a lo divino, la imposibilidad de una teología humana que no sea negativa, no son, sino consecuencias de la univocidad del ser de lo divino.  A la inversa, la abundancia infinita del discurso humano, la obligación en que se ve siempre de elegir entre la tautología y el circunloquio o, también entre la generalidad ilimitada o la universalidad vacía, son la contrapartida inevitable de la limitación radical que afecta al ser del mundo sublunar, y que le impide ser plenamente un ser, o sea, no ser nada más que una esencia.

Pero la esencia no se degrada y acaba por desaparecer en la multiplicidad que la materia impone a los seres del mundo sublunar; sino que la esencia sigue presente en el mundo sublunar no sólo bajo la forma de imagen o reflejo, sino también en sí y para sí. El mundo sublunar está lleno de estas presencias que, aún siendo evanescentes, no por ello dejan de perpetuarse en la especie o en el género, y que dan lugar a esas unidades de significación, sin las cuales todo discurso inteligible sería imposible.

El jorismós aristotélico es la subsistencia o sustancialidad de las cosas sensibles mismas; la separación se convierte en sinónimo de subsistencia, de suficiencia, del mundo sublunar.

La separación de las Ideas se oponía, en Platón, a la inmanencia de las Ideas en lo sensible, porque inmanencia significa que una cosa es en otra y, por tanto, que no se basta así misma, que tiene su centro fuera de sí misma, que no es en sí, sino en otra cosa. Vista desde su oposición a la inmanencia la separación se convierte en sinónimo de suficiencia, de subsistencia.

Las ideas platónicas responden doblemente mal a las exigencias de la separación: en primer lugar porque no pueden ser separadas de lo sensible, cuya esencia son; y, además, porque no existen por sí mismas, sino que son universales que sólo tienen realidad en el discurso humano. Por el contrario lo sensible está separado en el segundo sentido en la medida en que el primero no se le aplica; si la esencia de lo sensible no está separada de lo sensible, lo sensible teniendo su esencia en sí mismo, y no ya en otra cosa, será separado en el sentido en que separación significa subsistencia. Decir que las esencias sensibles están separadas, es decir, que no necesitan lo inteligible para existir; pero esta separación de lo sensible tiene como contrapartida, evidentemente una separación correspondiente de lo divino, que no solo está separado de lo sensible, sino que se basta así mismo, no conllevando carencia alguna, lo que A declara con la expresión ser por sí.

Pero las esencias sensibles son como las esencias de lo divino, separadas o también, por sí. De este modo se restablece, al margen de toda metáfora sobre la participación, la unión entre ser divino y ser sublunar; la esencia sensible por ser subsistencia, por su separación, imita a la esencia divina, es como presencia de lo divino, o mejor, traduce la divinidad de toda presencia, de toda entelequia. Sólo que esta presencia nunca es total, esta entelequia nunca es pura.

Una vez reconocido el común carácter de separación hay que añadir que la esencia divina es el ser divino, mientras que la esencia divina es sólo una categoría de nuestro discurso acerca del ser, es decir, un modo de predicación entre otros. Lo sensible, en un sentido, es más que su esencia: es también relación, cualidad, cantidad, etc. Pero ese más es en realidad un menos: la reduplicación del discurso no revela sobreabundancia sino deficiencia del ser: nunca se acaba de hablar del ser en el mundo sublunar, porque nuestro discurso acerca de él es siempre ambiguo. La unidad se convierte en una tarea que ya no es un ideal lejano sino que en el seno mismo de la dispersión aparece una unidad parcial, pero separada subsistente, la de la esencia. La esencia, no sólo en cuanto ser de lo divino, sino también en cuanto categoría de nuestro discurso sobre el ser, se define por su separación: es la única categoría separada, es la única cuya destrucción (comportándose esto como si fuese su principio) lleva consigo la destrucción de todas las demás. Así la relación de imitación que mueve el mundo sublunar entero hacia lo divino va acompañada de una tensión igualmente imitativa en el interior mismo de nuestro discurso: las categorías que no son la esencia imitan la esencia, del mismo modo que el mundo sublunar entero imita a la esencia divina. La perfección de lo esencial anima, como un ideal anhelado, el movimiento del discurso humano que ocupa así su puesto privilegiado en el cosmos a quien mueve, al modo en que lo hace un ser amado, esto es, la perfección de la esencia.

La problemática ontológica de la unidad ya no se opone a la problemática teológica de la separación. Si la separación comprometía la unidad del mundo y del ser, en A se convierte paradójicamente, y en otro sentido, en el principio mismo de la unidad. Una cosa es tanto más una para A, cuanto más separada está, es decir, cuanto más subsistente y esencial es. La unidad ya no es una propiedad del todo, sino que está más o menos presente en cada cosa, y sólo está totalmente presentada en dios. A sustituye la problemática de la unidad de lo sensible y de lo inteligible cuyo error consistía en querer unificar esos dominios situados en dos planos diferentes y separados por la escisión constitutiva de nuestro mundo, por la perspectiva de la unidad que, perfectamente subsistente en dios se realiza en diferentes grados y con los medios que en cada caso dispone, en cada una de las regiones del ser. Unidad vertical y no ya horizontal; no unidad de lo diverso sino unidad que se unifica en lo diverso, o mejor, esfuerzo de lo diverso por igualarse a la unidad subsistente de dios. Sólo hay unidad originaria en dios: todas las demás unidades son imitadas. Pero, a la vez, es la unidad misma la que inmediatamente realizada en dios, mueve las indefinidas mediaciones de lo sensible. Siendo esencia de dios es un ideal para el mundo, una tarea para el hombre a quien A propone que se inmortalice en la medida de lo que pueda.
Una generación que nunca estará acabada porque la exigencia acaso nunca será satisfecha, significa insistir en la precariedad de las relaciones. La separación no es algo en A que vaya a ser finalmente vencido, es riesgo, es apertura, escisión que renace perpetuamente y que, ningún esfuerzo finito puede superar. El universo sólo se unifica en lo posible, es decir, sin poder alcanzar nunca la unidad originaria de lo divino. El dios de A es un ideal, pero no más que un ideal, es un modelo imitable pero porque es incapaz de realizarse él mismo. La noción aristotélica de una moción meramente final tiene como efecto transferir la iniciativa eficiente desde dios al mundo y los hombres. Considerado por relación a nosotros el dios inmóvil de A no es ya más que la unidad de nuestros esfuerzos; su trascendencia no tiene otra forma de manifestarse que el propio impulso inmanente que incita en los subordinados. Se comprende así que se atienda menos a la unidad subsistente de lo divino que a los medios estrictamente sublunares de reemplazarla y que la inspiración teológica ceda cada vez más el puesto a la investigación ontológica.

Para dios no hay ontología, pues dios no conoce el mundo y no tiene por qué preocuparse de las imitaciones que su ausencia hace necesarias y su contemplación posibles. Para el hombre no hay, en rigor, teología, pues, es incapaz de remontarse por medio del discurso hasta el principio y de hallar, en su visión fugitiva del cielo, el fundamento de la deducción del mundo. En este sentido, teología y ontología serían dos aspectos divino y humano de una misma ciencia, la de la unidad. La teología sería una ontología para Dios y la ontología una teología para el hombre. Pero con decir esto no bastaría pues ninguna mirada, ni siquiera la divina, podría abarcar la dispersión sublunar. Lo que distingue aquí a la investigación ontológica de la unidad deseada por respecto al saber teológico de la unidad originaria no es una mera diferencia de punto de vista, una mera diferencia de confusión o claridad. No es que la ontología sea una visión confusa de la unidad y la teología una visión clara de la dispersión. La escisión no es una mera apariencia de la que el saber daría cuenta; no es un efecto de la ignorancia, sino que expresa la realidad del mundo sublunar, esa realidad que es movimiento. Las relaciones entre teología y ontología encuentran al fin su articulación en el fenómeno fundamental del movimiento: la teología agotaría el campo de la ontología en un mundo en que no hubiese movimiento; y la ontología sería la única teología posible en un mundo donde sólo hubiese movimiento.

FÍSICA Y ONTOLOGÍA O LA REALIDAD DE LA FILOSOFÍA

DEL MOVIMIENTO QUE DIVIDE

Si las categorías expresan los múltiples sentidos del ser, no es sorprendente que no tengan punto de aplicación allí donde el sentido del ser es inmediatamente uno, es decir, en el dominio de lo inteligible.

Las categorías suponen una doble escisión: escisión del ser en cuanto ser según la pluralidad de sus significaciones, y escisión de tal y cual ser concreto en un sujeto y en un predicado, que no es el sujeto. Ahora bien, lo inteligible no conlleva escisión alguna de este género: es unívoco y no puede ser sujeto de ninguna atribución. Lo inteligible repugna a las categorías porque es inmediatamente lo que es, haciendo superflua toda distinción entre de sentido e imposible toda predicación que no sea tautológica. El dios de A es indiscutiblemente esencia y el hecho de que esta esencia esté inmóvil y separada no la convierte en una esencia eminente y superlativa, sino que realiza lo que caracteriza normalmente a toda esencia. La esencia es concebida según el modelo de la presencia, la cual no se halla tan bien realizada como en la permanencia y en la separación; allí donde esa presencia no es puesta en cuestión por el movimiento, ni subordinada a otra presencia. Por el contrario las esencias móviles y siempre parcialmente dependientes, propias del mundo sublunar son sólo esencias imperfectamente, dadas a una presencia pero evanescente o subiste como invisible, oculta tras la sucesión de los atributos. Su imperfección se debe a que no son sólo esencia, sino también cualidad, cantidad, relación, etc. un más que se convierte en un menos, y es que la abundancia infinita de la palabra traduce una insuficiencia ontológica: si se habla tanto del ser sublunar es porque no puede decirse lo que es. Los rodeos son a través de la predicación y las categorías no son sino los pálidos reflejos de una intuición ausente. No es que el dios de A esté más allá del ser, sino que es el mundo sublunar el que está más acá del ser, es decir, de dios. La teología de A no es un ultra-ontología, sino que su ontología es la que se constituye como el más acá de la teología, que no llega a alcanzar. El problema de A no es el de la superación de la ontología, sino el de la degradación de la teología, esto es, cómo pasar del se que es lo que es, al ser que no es en absoluto lo que es. El problema de A no es el de la superación sino el de la escisión. El ser divino nunca era relegado al rango de una simple parte del ser en cuanto ser, por la decisiva razón de que este último, el ser en cuanto ser, no designa tanto al ser en general, como el ser en general del mundo sublunar. A, al analizar el proceso efectivo del pensamiento del filósofo, descubre la estructura, según la cual, el ser en general, es decir, tal y como debería ser en su generalidad, es el ser divino. Y, por el contrario, el ser en cuanto ser del mundo sublunar es quién conlleva la particularidad de estar dividido respecto de sí mismo.

Es la ontología de A y no su teología, la que debe de ser entendida como metafísica especialis, metafísica de la particularidad, de la excepción, no ya eminentes sino deficientes; y a la cual constituye por elación al ser esencial, el ser del mundo sublunar. Ya no corresponde al teólogo explicar la particularidad sino al teórico del ser en cuanto ser.

Es la ontología la que en cuanto búsqueda de la unidad en la escisión, se constituye como metafísica de la finitud y del accidente; respuesta ante el asombro de lo que no es obvio, a ella hay que restituir el proceso efectivo de la investigación, aquella dimensión de la particularidad que una dimensión abstracta de su filosofía traslada indebidamente a su teología. La particularidad del ser en cuanto ser del mundo sublunar: sus características negativas: no es un género, se dice en varios sentidos, su unidad no está dada sino que se busca y sólo se manifiesta oblicuamente en la disociación predicativa. La tarea de una ontología fundamental es buscar el fundamento de esa escisiparidad que afecta al ser del mundo sublunar, y que provoca que no se realice la esencia del ser en general, tal y como la vemos realizada en el ser divino. La respuesta a esta cuestión es el movimiento; el movimiento es la diferencia fundamental que separa a lo divino de lo sublunar. El que haya intermediarios entre la inmutabilidad y el movimiento discontinuo y desordenado de los seres del mundo sublunar, no debe enmascarar la realidad radical del corte que así se instaura dentro del ser. El ser en movimiento y el ser inmóvil no son dos especies opuestas dentro de un mismo género. El movimiento no es una diferencia específica, cuya presencia o ausencia impediría proferir un discurso unitario sobre los seres a los que afecta o no afecta. No es una diferencia  que dejaría subsistir una unidad más alta, sino que es la Diferencia que hace imposible toda unidad, es el Accidente que no es un accidente más que entre otros, sino aquello, en virtud de lo cual, la unidad del ser se halla afectada sin remedio por la distinción entre esencia y accidente. El movimiento es el corte que separa el mundo del accidente del de la necesidad; el corte comienza allí donde comienza el movimiento; la degradación ya está presente desde el movimiento del primer cielo. La ontología nacida de la reflexión laboriosa de los hombres sobre el ser del mundo sublunar podrá elevarse hasta la consideración de ese ser cuasi divino que es el de los cuerpos celestes. Pero nunca franqueará la distancia infinita que separa al primer móvil del primer motor inmóvil; habiendo partido del movimiento, nunca alcanzará el principio, el comienzo inmóvil él mismo del movimiento. Por consiguiente, lo mejor es hacer abstracción provisionalmente de los intermediarios y considerar el movimiento en su radicalidad. Toda la teoría física de A contradice la idea de que el movimiento sea una propiedad accidental de la que bastaría hacer abstracción, para hallar la esencia del ser en su pureza. En realidad, el movimiento afecta enteramente al ser en movimiento, si no a su esencia, si es al menos una afección esencial que le impide radicalmente coincidir con su esencia, no es un accidente entre otros sino lo que hace que el ser en general conlleve accidentes. En este sentido, la física aparece como lo que antecede a la metafísica, pero no es la ocasión de la especulación metafísica, el punto de ascensión abstractiva, sino que condiciona de cabo a rabo el contenido mismo de la metafísica: la física hace que la ontología no sea una teología (ciencia del principio del que derivaría el ser en su integridad), sino una dialéctica de la escisión y la finitud. No es en la teología sino en la física donde ha de buscarse lo que hay de fundamental en la ontología. No es a partir de lo divino como se determina el ente en su totalidad, sino que es el movimiento el que constituye el ser del ente en cuanto tal en el mundo sublunar. Este enraizamiento de la ontología aristotélica, en la experiencia del movimiento se muestra de dos formas: primero en que la física es ya una ontología, y segundo, la teoría del ser en cuanto ser extrae su contenido efectivo, que consiste en la distinción de significaciones del ser y la búsqueda de su problemática unidad, de una reflexión sobre el movimiento.

La investigación física de A presupone una averiguación más básica que trata de los fundamentos mismos de la investigación; y es que como los principios no se refieren sólo a significaciones sino a existencias, la existencia misma de cada ciencia particular se encuentra pendiente de una especulación más alta. Y si la discusión y establecimiento de los principios de una ciencia no compete a esa ciencia sino a la precedente podemos decir que la investigación acerca de los principios que ocupa todo el libro I es ontológica y no física. Donde A postula como principio que los seres de naturaleza, en todo o en parte, son movidos; por otra parte eso está claro por inducción. Por tanto, el movimiento no es un fenómeno accidental sino verdaderamente sustancial, una dimensión fundamental del ser físico, del ser que existe por naturaleza. Las realidades de nuestro mundo no están siempre inmóviles ni siempre en movimiento, sino unas veces en reposo y otras veces en movimiento, lo cual basta para distinguir al ser del mundo sublunar del divino. Entre movilidad e inmovilidad no hay sólo diferencia de especie sino oposición irreductible de dos géneros. Si la teoría física del movimiento debe tener en cuenta detenciones y reposos, la ontología por su parte tendrá que ligarse la posibilidad siempre abierta del movimiento, a la fundamental inestabilidad inscrita en el principio mismo del ser natural como aquello que constituye su vida, y donde todo lo que ha llegado a ser es compuesto. El devenir supone la composición por lo que todo cuanto cambia es necesariamente divisible, (divisibilidad: característica de la materia). Los seres generalmente considerados como inmateriales se mueven circularmente en el cielo y conllevan por el mero hecho de estar en movimiento una materia local, lo cual expresa divisibilidad hasta el infinito, consecuencia ella misma de la continuidad de su movimiento. Pero ocurre que lo que deviene se dice en dos sentidos: por una parte aquello que desaparece en el devenir y se borra ante lo que sobreviene; por otra, lo que se mantiene en el devenir y hace que sea, el mismo ser, el que se convierte en lo que no era.

El proceso del devenir revela en su efectiva realización una triplicidad, o más bien, una doble dualidad de principios. Si llamamos forma a lo que sobreviene en el proceso del devenir y se manifiesta como atributo, entonces, la forma se opone de una parte al sujeto como materia del devenir, y por otra parte, al sujeto como ausencia de esa forma, es decir, como privación. Si la triplicidad de principios del ser se le impone al ser por el hecho de estar en movimiento, comprendemos ahora, a la inversa, porqué la doctrina de la unidad del principio estaba vinculada a la de imposibilidad del movimiento.

Los elementos del ser, sus componentes inmanentes y primeros son ellos mismos partes del ser y, por tanto, seres. Ahora bien, la privación no puede ser una parte del ser, pues no pertenece al orden del ser sino del no-ser. En cuanto a la materia y la forma, si bien son componentes reales del ser en devenir, no por ello son partes; la prueba de ello es que no puede disociárselas físicamente, no puede concebirse en una res físicamente existente una materia sin forma o una forma sin materia. 

El proceso mediante el cual el devenir nos fuerza a distinguir materia, forma y privación, quedando fuera el proceso de la abstracción que está vinculado al de la generalización: pues, la forma abstracta de la materia no se hace por ello más general que la materia, pues, a cada materia corresponde una materia determinada y a la inversa. En cuanto a la privación si se la generaliza, se la reduce a una pura nada de pensamiento y ser; pero, la privación no es la ausencia en general, sino la ausencia de tal y cual presencia, esto es, como carencia y expectativa de aquello a lo que el sujeto ha llegado de hecho. Lo cual no es sino la triplicidad que brota del mismo ser desde el momento que conlleva la posibilidad de movimiento. Por lo tanto, de lo que se trata es de buscar la estructura múltiplemente significativa del ser mismo, una duplicación y reduplicación del ser mismo, en cuanto que es ser en movimiento.

Tesis aristotélica de los contrarios: Los contrarios son aquellos atributos que dentro de un mismo género más difieren, constituyen la diferencia máxima compatible con la pertenencia a un mismo género; mientras que los atributos contradictorios sólo pueden atribuirse a géneros que por eso mismo son incomunicables. En virtud de estas definiciones, cuando una cosa recibe sucesivamente dos atributos contrarios se hace distinta sin duda; mientras que una cosa que recibe un atributo contradictorio cesa de ser lo que era: resulta destruida en cuanto tal, o a la inversa, es producida. Nacimiento y muerte son el movimiento según la contradicción. El movimiento según los contrarios es posible, reversible, sin que haya por qué ver en esa reversibilidad un renacimiento sino sólo un retorno; no la negación de una negación, sino la restauración de una privación. Los contrarios que se presentan de un modo sucesivo y se excluyen por ello, no ponen en cuestión con todo la permanencia de la cosa, que deviene y sigue siendo la misma bajo el cambio. La triplicidad de los principios del movimiento aparece, entonces, como condición de su unidad extática. Lo que es discontinuo es, más bien, la sucesión de los accidentes que sobrevienen y desaparecen. Así como la inteligibilidad del discurso implicaba la admisión de un sujeto distinto de los atributos, así también la coherencia del mundo exige que la sucesión de los accidentes no afecte a la permanencia del sujeto. El resultado del devenir procede, en cierto sentido, del ser que es el sujeto (aquí, la materia) del devenir; en otro sentido viene del no ser, pero de ese no ser relativo que es la privación.

 La forma es lo que la cosa será; la privación es lo que era; el sujeto es lo que subsiste, permanece y no deja de estar presente a través de los accidentes que le sobrevienen. El sujeto ofrece los mismos caracteres que el ahora.

Todo el análisis aristotélico del tiempo descansa sobre la permanencia del ahora; sin esa permanencia el ahora no sería nada, pues el pasado ya no es, y el porvenir todavía no es, y lo que está compuesto de no-seres es ello mismo no-ser. La única realidad del tiempo es la del ahora que aparece como un límite diferente cada vez, pues el tiempo siendo una totalidad divisible parece admitir una infinidad de límites, pero pareciendo ser cada vez él mismo. Y es que el ahora no puede convertirse en otra cosa puesto que es él aquello en lo que se produce todo hacerse. La única realidad es la del ser en el tiempo que no es otra que el ser en movimiento. La permanencia del ahora está fundada sobre la permanencia del móvil que es siempre ahora lo que es. Permanencia que no se produce sin cierta alteridad: el ahora es el mismo en cuanto que es lo que resulta ser cada vez, pero es diferente en cuanto a su ser. Esta presencia del presente es una presencia que se hace a cada instante presencia de un nuevo acontecimiento que toma el lugar del anterior; se diversifica a la vez el antes y el después del tiempo y en la variabilidad infinita del discurso es también capaz de dividir como de unificar. El tiempo es continuo gracias al ahora y está dividido según el ahora. Del mismo modo la materia garantiza la continuidad del movimiento. La permanencia del ahora, o de la materia o del sujeto lógico, es menos la presencia de un ser que la de una potencia de ser. Esto es, no se divide con lo anterior al ser, en partes que fuesen ser a su vez sino que no son seres. El único ser que aquí está en causa es el ser en movimiento mismo, es la realidad última más acá de la cual no se encontraría sino el vacío del discurso. Pero el discurso que, sería impotente si esperásemos de él alguna revelación acerca de los elementos del ser, no por ello deja de ser el lugar donde se pone de manifiesto la estructura compleja del ser en movimiento. La tesis física de la divisibilidad de lo móvil se traduce ontológicamente como la de la pluralidad de los sentidos del ser. Es la coerción del movimiento la que a través de la mediación de la palabra filosófica divide al ser contra sí mismo en una pluralidad de sentidos cuya unidad sigue siendo, no obstante, buscada indefinidamente.

EL ACTO INACABADO 

Hay que reconocer que las mismas cosas pueden ser dichas según la potencia y el acto; y es que la potencia y el acto se extienden más allá de los casos en que nos referimos sólo al movimiento.

Puede haber un acto sin potencia, un acto puro, que no es movimiento sino que al contrario se confunde con la inmovilidad divina: sólo lo inmóvil es acto puro y todo lo demás, es decir, todo lo móvil, se caracteriza por la composición de potencia y acto.

La noción de potencia implica inmediatamente la referencia a un poder, y más en concreto a un poder llegar a ser algo distinto. El acto no es la actividad, y A pondrá gran cuidado en distinguirlo del movimiento, pero es el resultado de ella. No es la cosa que cambia sino el resultado del cambio, no el hacho de construir sino de haber construido, el perfecto del haber movido y el haber sido movido. La inmovilidad del acto es la inmovilidad de un resultado que presupone un movimiento anterior. Por eso el acto no es una sucesión que se baste así misma sino que sigue siendo correlativa a la potencia y sólo puede ser pensada a través de ella; el acto no sobreviene, no se revela en su comunicación más que por medio de la potencia, el poder de un agente. Poder que es más revelador que creador; a la potencia activa de un agente responde una potencia pasiva, un poder devenir en aquello que preexiste a la obra: la materia. Y como es el acto en su realización el que revela la potencia activa del agente resulta que, finalmente, no es la potencia la que revela el acto, sino el acto el que revela la potencia en el momento mismo en que adviene como condición de su advenimiento.

La potencia es primera en el sentido de la generación, si esta lo es particular, donde vemos que el germen preexiste a la flor y el fruto. Y segunda, en el sentido de la generación en general, pues en este caso el engendrador preexiste al germen. Es, pues, el acto y sólo él, el que hace pasar la potencia al acto, lo cual no impide que ese paso al acto no sea sólo la actualización de la potencia sobre la cual obra, sino también su propia potencia: acto común de dos potencias. Por tanto, la potencia preexiste al acto como condición de su actualidad y el acto preexiste a la potencia como revelador de su potencialidad. El acto y la potencia son co-originarias, no son sino éxtasis del movimiento; sólo es real el enfrentamiento entre potencia y acto en el seno del movimiento; únicamente la violencia del discurso humano puede mantener disociada bajo distinciones de sentido la tensión original que constituye, en su unidad siempre dividida el ser del ser en movimiento.

Aporías:
a)      cómo puede el ser provenir del  no-ser. El principio de lo que se cree la salvación en A parece sencillo: no se trata de disociar el ser en una infinitud de elementos ni multiplicarlo hasta el infinito, exterminándolo hasta tal punto de darle sin decirlo los caracteres del no-ser. Basta con distinguir entre significaciones. Es correcto decir, a la vez, que el ser proviene del no ser y del ser, a condición de no entender dos veces la palabra ser en el mismo sentido: el ser en acto no viene del ser en acto sino del ser en potencia, el cual es un no-ser en acto.
b)     Cómo puede lo mismo hacerse otro: los contrarios coexisten en potencia no en acto. Hay un sujeto del devenir que es potencia las formas que le sobrevienen; idéntico en potencia es, sin embargo, diferente en cada ocasión. Por consiguiente, lo primero no es ni la potencia ni el acto, sino la escisión del mundo sublunar, según la cual, está en potencia o está en acto.

No conocer nada más que la potencia o nada más que el acto significa ser teólogo, un mal teólogo en el primer caso, un buen teólogo en el segundo. A utilizará la experiencia sublunar del acto, a fin de pensar a dios como acto puro. Pero conocer tan sólo actos en el mundo sublunar no es ser teólogo sino hacer teología sin venir a cuento, recaer en el teologismo. Y es que si no hay potencia más que cuando hay acto, y cuando no hay acto no hay potencia, se aniquila el movimiento y el devenir. Y es que según A, no sólo conservamos la potencia de ver u oír, sino que sólo la permanencia de la potencia hace posible la acumulación de experiencias y mediante ellas, la adquisición de un saber, el aprendizaje de una técnica, la formación de un hábito, el aumento de una virtud. El ser no es lo que es porque deviene, pero también deviene para ser lo que es. Al no abrirse al movimiento, la palabra de los hombres es arrastrada por él: el rechazo de la ambigüedad lleva a la incoherencia. A trata de aplicar al movimiento en general una terminología que se ha constituido para hablar de lo que está en movimiento, siendo el movimiento una realidad físicamente originaria; esto es, una elucidación del movimiento a través del rodeo del lenguaje que ha surgido de él. Acto y potencia presuponen siempre el movimiento, como horizonte en cuyo interior significan. Definir el movimiento en términos de potencia y acto no es otra cosa que explicitar el movimiento en términos que lo presuponen ya, donde lo que era un simple horizonte  se convierte ahora en objeto explícito de consideración. Acto y potencia, sin dejar de distinguirse (pues, si no sería imposible toda palabra acerca del movimiento) son referidos a su indistinción primitiva: el movimiento será definido como el acto de lo que está en potencia, en cuanto tal, es decir, en cuanto está en potencia. El movimiento no es tanto la actualización de la potencia como el acto de la potencia; la potencia en cuanto acto, es decir, en cuanto su acto es estar en potencia. El movimiento es un acto imperfecto, es decir, un acto cuyo acto mismo es no estar nunca del todo en acto. Desde este punto de vista el movimiento se conecta con el infinito. Lo infinito es cierta potencia que tiene la particularidad de no poder pasar nunca al acto hacia el cual tiende, es la potencia que no acaba nunca de estar en potencia, y en la cual, el acto, o mejor dicho el sustitutivo del acto, no puede ser nunca más que la reiteración indefinida de dicha potencia. Lo infinito se caracteriza porque nunca acaba de devenir algo distinto. Por tanto, lo infinito no es cosa determinada, tode ti, al modo de un hombre o una casa; es más bien comprable a una lucha o jornada, cuyo ser consiste en una perpetua renovación, una repetición indefinida del instante o el esfuerzo: lo infinito, lo inacabado está en el corazón mismo de nuestra experiencia fundamental del mundo sublunar, que es la del ser en movimiento. Este no es transición, paso, sólo remite así mismo, acabamiento siempre inacabado, comienzo que comienza siempre, que se agota y al mismo tiempo se realiza en la búsqueda de una imposible inmovilidad.

La experiencia del movimiento es la experiencia fundamental en la que la potencia se nos revela como un acto, pero como un acto siempre inacabado, pues, su acabamiento supondría su supresión. Lo que caracteriza al acto por relación al movimiento es que en aquel coinciden presente y perfecto: la misma cosa es ver y haber visto, pensar y haber pensado. Pero no es la misma cosa mover y haber movido, pues el movimiento nunca ha terminado de mover: acto si se quiere, pero que contiene siempre la potencia de su propia nada y que debe luchar siempre pues, volviendo a empezar indefinidamente, contra su precariedad esencial.

El tiempo propio del movimiento es aoristo, en el que se muestran la indistinción original de un presente que se disuelve en la sucesión indefinida de los instantes, de un pasado que nunca está cancelado del todo, y de un porvenir que huye sin cesar. Encontramos también aquí el triple éxtasis que nos había llevado a la tripartición de los tres principios del ser en movimiento; pero en este último caso el momento central era el presente, la presencia del upokeimenon, de la ousía. Cuando nos esforzamos por pensar, no ya el ser en movimiento sino del movimiento mismo, la movediza presencia del presente se desvanece para dejar sólo sitio a la infinitud mutable que ya no es ni siquiera un tode ti o una ousía. El ser en movimiento aún podía pasar por fundamento de sus determinaciones extáticas: materia, forma y privación. Pero el movimiento mismo no es más que un fundamento sin fundamento, un infinito, un aoristo, un éxtasis que se afecta así mismo; un acto inacabado porque su acto mismo es el acto mismo del inacabamiento.

La definición del movimiento en términos de potencia y acto (no es la aplicación, que sólo por eso ya revelaría su carácter circular) lo que revela, expresándose en el inevitable círculo de los discursos originarios, es el origen de una nueva disociación (más original aún que la de materia, forma y privación), y que ambigua en su fuente, sólo se hará clara en sus lejanas aplicaciones a los fenómenos intramundanos: la disociación entre potencia y acto.
 
LA ESCISIÓN  ESENCIAL

La ontología aristotélica se mueve en el terreno del ser en movimiento del ser sublunar, se encuentra en presencia de un ser troceado, separado de sí mismo por el tiempo, un ser extático, un ser contingente, que puede convertirse siempre en algo distinto de lo que es, un ser cuya forma está siempre afectada por una materia que le impide ser perfectamente inteligible, un ser que sólo se nos revela a través de la irreductible pluralidad del discurso categorial. Pero, entonces, surge la pregunta de cómo captar el ser en cuanto ser en su unidad. A esta pregunta parece haberle dado A una respuesta con la que la tradición se ha contentado demasiado fácilmente: se trata de la identificación solemnemente afirmada al principio del libro Z, entre la cuestión del ser y la cuestión de la esencia. El estatuto categorial de la esencia impide al ser o al menos al ser sublunar que sea solamente esencia; sin duda la esencia es la primera de las categorías, sólo ella puede existir separada, se halla necesariamente incluida en toda definición, es aquello sin cuyo conocimiento no se conoce ninguna cosa. Pero de que la esencia sea la primera de las categorías no se infiere que la ontología deba empezar por una teoría de la esencia, de ningún modo que se reduzca a ella. A tras recordar que la esencia es la primera de las categorías, va a mostrar que el sentido primario de la esencia es aquel según el cual significa el lo que es, el ti esti, o mejor: to ti en einai, quididad. A se pregunta si hay quididad de todos los seres y si, allí donde la hay, la quididad de cada ser concreto se identifica con ese mismo ser. La ousía se dice en varios sentidos: puede significar el universal, el género, el sujeto, o también la quididad. La voz usía designa más naturalmente el compuesto: se llaman usías los cuerpos simples pero también los cueros derivados, etc. en una palabra todo lo que hay en el cielo y sobre la tierra. Pero este sentido no es filosófico: la naturaleza de la usía concreta es bien conocida, al menos para nosotros, pues se nos da en la percepción inmediata. El análisis filosófico en la usía sensible, la dualidad de materia y forma, y por este lado, en especial la forma (pues, la materia no es cognoscible sin ella) hay que buscar la inteligibilidad verdaderamente inherente a la usía. Así, la investigación va a tratar de la esencia en el sentido de la forma (ella es quién plantea más dificultad al hombre) quizá por ser la más conocida en sí.

Quedan, sin duda, los otros tres significados de la palabra ousía, que son sus significaciones doctas: el universal, el género y la quididad. Pero los dos primeros deben excluirse, pues según A, el universal sólo existe en el discurso y, por tanto, no puede alcanzar la dignidad de lo que es, de la usía. Toda la crítica que A dirige a Platón se resume en el reproche de haber convertido la Idea, entendida como universal, en una esencia. Quedan, por fin, dos sentidos de la palabra ousía: la forma (eidos) y la quididad (to ti en einai); a aunque ambos términos no sean exactamente sinónimos, ya que uno se opone constantemente a la materia, mientras que el otro no conlleva referencia alguna de este tipo, el análisis ulterior permitirá identificarlos.

El sentido de la voz eidos es claro: la forma es lo que vemos de cada cosa, lo que nos es más manifiesto de ella. A identificando a veces el eidos con lo inteligible no vacila en decir que la forma lejos de ser lo más patente de la esencia, es lo más dificultoso, lo más aporético. Pero la forma seguirá siendo para A lo que se deja expresar más claramente, lo que se manifiesta más inmediatamente en el discurso. En cierto sentido, es más fácil describir una forma que elucidar su oscura relación con la materia; la forma al ser superficial será el tema privilegiado de los discursos dialécticos. Una definición será por oposición a la verdadera definición física aquella que se atiene a la forma y renuncia a conocer de qué materia es dicha forma. Así, la forma será  asociada constantemente por A al discurso: la forma de una cosa es lo que ella puede quedar circunscrito en una definición (logos). La identificación de la palabra y la forma acabará por ser algo obvio.

Del To ti en einai, el lo que es, la quididad, A nos ofrece una definición lógica aproximativa, y que no llega al corazón de la cosa: se trata de lo que se dice que cada ser es por sí. Definición que en primer lugar se refiere al lenguaje: la quididad se expresa en un discurso por medio del cual decimos que la cosa es. Pero de otra parte, no todo lo que la cosa es pertenece a su quididad, sino sólo lo que es por sí; lo cual excluye los accidentes, o al menos aquellos que no son por sí. To ti en einai, significa el ser de lo que era, o también, el ser de lo que era para la cosa. La cuestión ti esti parece ser la más general; por el contrario la expresión to ti en einai parece ser la más especializada y tal expresión se opone al accidente propiamente dicho, pero incluye los atributos accidentales por sí, al objeto de definir la esencia individualmente concreta. Así el ti en einai de Sócrates consiste en ser un hombre dotado de tales y cuales cualidades inherentes a su naturaleza. Por tanto, no se responde a la cuestión ti esti mediante to ti en einai. Al contrario todo sucede como si to ti einai fuese la respuesta específica a otra cuestión, que quizá abarca a la primera pero que es más precisa, a saber, ti en einai (el qué era ser) y no como el ser de lo que era. El ti en einai debe de ser pensado como pregunta; así pensado debe serlo como una prolongación de la cuestión fundamental y evidentemente más primitiva: ti esti. En el lenguaje aristotélico to ti esti designará frecuentemente el género. Ahora bien, A no se conforma con discursos universales y definiciones genéricas: puesto que las cosas son singulares hay que captarlas en su singularidad. El ti esti platónico no agota la riqueza de determinaciones del to de ti (cierto algo), es decir, del ser individual y concreto. Sabemos que no hay ciencia del accidente, tampoco hay definición de él; pues, la definición es estable, mientras que el accidente es cambiante, o al menos precario, contingente, es decir, que siempre puede ser distinto de lo que es. Pero A muestra que no sólo la Idea (en el lenguaje aristotélico, el género) es objeto de discursos coherentes sino también algunas determinaciones accidentales que el platonismo rechazaba hacia el campo de la opinión o del mito. Este descubrimiento de A radica en la distinción entre accidente propiamente dicho y accidente por sí. Por tanto, la cuestión del ti esti, entendida en el sentido estricto de una pregunta referida al género, no basta para satisfacer nuestra curiosidad acerca de la esencia. Así se entiende que A la haya completado con otra más exhaustiva: una respuesta que conlleve no sólo atribución genérica sino también las determinaciones accidentales por sí, que la demostración o experiencia nos autoriza a añadir a la esencia propiamente dicha. El ti en einai designa lo que la cosa era antes del añadido de las predicaciones accidentales, es decir, lo que la cosa es por sí, en su esencial suficiencia, en su pureza inicial, lo que la cosa era antes del añadido de los atributos propiamente reconocidos como pertenecientes a la esencia (p.e la sabiduría de Sócrates).

La realidad del será sólo quedará establecida cuando podamos decir era. La esencia de una cosa no consiste en sus posibilidades, sino en su realidad que sólo se desvela en el pasado. La lógica de nuestro lenguaje es una lógica retrospectiva. Si bien en dios coinciden presente, imperfecto y futuro no ocurre lo mismo con el ser sensible, que es o será lo que no era, y no es o será lo que era. La esencia del ser sensible se halla afectada por la fundamental precariedad del poder ser otro, es decir, de la contingencia. La consecuencia radical de este pensamiento de la contingencia es que nada puede decirse de este ser salvo por accidente, en tanto que está en movimiento. En tanto que el ser está en movimiento, no podemos distinguir entre la multiplicidad de determinaciones que le sobrevienen, cuáles son propiamente accidentales y cuáles lo son por sí.

A define las condiciones del ejercicio del pensamiento intelectivo con la exigencia de estabilidad, que es detención y reposo, estabilización de lo móvil; pero no se permitirá buscar dicha estabilidad en otro sitio que en el seno mismo del propio mundo sensible, es decir, en un mundo en movimiento. Según  esto la proposición que atribuye a un hombre el predicado feliz sólo puede ser formulada en el momento de su muerte, es decir, en imperfecto. Admitamos, pues, que es preciso ver el final y esperar a ese momento para declarar feliz a un hombre, no como si fuera actualmente feliz, sino porque lo era en un tiempo anterior. Si no puede llamarse feliz a un hombre mientras vive es porque se encuentra sometido a los azares de la fortuna; pero, en rigor, tampoco puede decirse de él que es sabio o virtuoso, pues la sabiduría que se le concede puede ser puesta en cuestión por algún desfallecimiento ulterior. Mientras el hombre vive su porvenir nos está oculto, porque puede en cada momento convertirse en algo distinto. Participa de la contingencia que afecta a todo lo que se mueve en el mundo sublunar, y en particular, a todo lo que vive; contingencia que, en el caso del hombre, resulta vivida bajo el aspecto primordialmente negativo de la falibilidad, de la pecabilidad, de la vulnerabilidad a los golpes de la fortuna.

Sólo la muerte en el caso del ser vivo puede detener el curso imprevisible de la vida; transmutar la contingencia en necesidad retrospectiva, separar lo accidental de lo que verdaderamente pertenece por sí al sujeto, que ya no es. La muerte de Sócrates da forma a la esencia de Sócrates. La esencia de un hombre es la transfiguración de una historia en leyenda, de una existencia trágica por imprevisible en un destino inacabado; transformación sólo operada por la muerte. En términos más abstractos en el caso de un hombre: sólo hay atribución esencial (al menos si entendemos por eso, una atribución propia y no sólo genérica) en el imperfecto, es decir, referida a un sujeto que tan sólo es lo que es porque ya no es. En resumidas cuentas es la idea, profundamente griega, según la cual toda ojeada esencial es retrospectiva. Por lo demás es el propio A, quien en varios pasajes, insiste en la función reveladora de la muerte: la muerte es la que revela negativamente en el ser vivo lo que pertenece a su esencia de ser vivo, a su forma, a su quididad; por oposición a lo que, al pertenecer a la materia, forma parte del orden del accidente.

Así pues, es la muerte del hombre la que nos revela lo que separa al hombre del no-hombre; es algo que es la quididad del hombre, es decir, lo que el hombre es, es la vida o, si se quiere, el alma. Suprimir la vida es suprimir al hombre; esta observación podría parecer tautológica: de hacho es el principio de toda investigación fisiológica: pues la muerte permite manifestar, hasta en el menor detalle, lo que pertenece a la vida, y es, por tanto, esencial al ser vivo. O, al menos, manifestar grados de esencialidad entre los diferentes órganos o diferentes funciones de la vida, distinguiendo los que son primeros, y en los que reside primordialmente el logos y la esencia (ousía). Sin duda este método es sólo aplicable a la quididad de los seres vivos. Pero es característico que A deplore la ausencia de tal situación reveladora de la esencia en el caso de los seres inanimados: se ve muy bien, por ejemplo, que un hombre muerto es sólo hombre por homonimia: pero nada de eso se ve cuando se trata de la carne y el hueso; y es menos visible aún, en el caso del fuego y del agua. La quididad de los seres del mundo sublunar en general está pensada según el modelo de alma de los seres vivos: el movimiento es el alma de las cosas, al modo como la vida es la forma y la quididad del cuerpo. Habrá que buscar en el caso de los seres inanimados un análogo de la muerte reveladora: este análogo es la detención, el reposo, instituido dentro del movimiento universal de las cosas por ese contraimiento (él mismo un movimiento) que es el entendimiento y principalmente la imaginación. La imaginación y el entendimiento detienen el devenir de la cosa, interrumpen el flujo indefinido de sus atributos y manifiestan así lo que la cosa era, es decir, su quididad, su esencia. La esencia es establecida mediante un método de variaciones imaginativas, consistente en suprimir con el pensamiento tal o cual atributo; preguntándose, entonces, si la cosa sigue siendo lo que era, es decir, lo que es. Estas variaciones imaginativas ejercitan la misma función reveladora que la muerte; así como la muerte es la variación decisiva, la mutación terminal y, por ello, esencial; así también la variación esencial (aquella que revela la quididad) será la que suprime la cosa en cuanto tal.

Así como suprimir la vida del hombre es suprimir al hombre; asimismo suprimir la trilateralidad del triángulo es suprimir el triángulo. De este modo volvemos a encontrar, pero de forma desmitificada, el vínculo que Platón había reconocido siguiendo a los pitagóricos y órficos entre la filosofía y la muerte. La muerte ya no libera la esencia de las cosas, pero al suprimirla la revela. No es ya la eternidad, sino que es dentro de un mundo en movimiento para el que la eternidad no es sino un espectáculo lejano e ideal inaccesible, el sustituto de una eternidad imposible. El imperfecto del ti en einai sólo corrige, inmovilizándola, la contingencia del presente por ser imagen y sustitutivo de un imposible perfecto, aquel que expresaría no ya el acabamiento de lo que era, sino el acabamiento perfecto de lo que ha sido siempre lo que es. El ti en einai designa, pues, lo que de más interior, más fundamental, más propio hay en la esencia de lo definido; lo que hay de propio entre los elementos del ti esti, por eso no se confunde con el género, que es demasiado general y no connota la materia que es accidental. Al designar lo que la cosa es por sí (esencia y atributo por sí) excluye lo que es por accidente.

Los seres simples en rigor no son objeto de definición, pues, la definición necesita para ejercitarse la disociación del género y la diferencia. Puede, en cambio, haber definición de los seres compuestos, de los seres que no son  sólo esencias, sino esencias a las que se le atribuyen toda clase de predicados que no todos son esenciales. La dificultad procede aquí de que la definición del compuesto no será la definición del compuesto, sino la definición de la esencia del compuesto. Así la definición de superficie blanca no será otra cosa que la definición de superficie.

Pero entonces llegaremos a la paradoja según la cual, si bien hay seres que con su quididad, hay otros que no son su quididad porque son también otra cosa además de ella. En términos más abstractos, toda esencia compuesta, es decir, que no es sólo esencia, sino también cualidad, cantidad, etc. es indefinible en tanto que compuesta; no coincide con su propia definición porque esta ignora su propia composición. Esta consecuencia sería fácilmente admisible si sólo concerniera a cierto género de esencia que por su complejidad se sustrajese al discurso. Pero, en realidad, no son sólo tales o cuales esencias, sino todas las del mundo sublunar, las que son compuestas en cuanto sensibles, en cuanto que están en movimiento. Es el movimiento el que determina en el ser sensible la disociación entre materia y forma; ahora bien, la materialidad no es más que el nombre general de la composición. La ousía sin materia no es más que ousía; pero la ousía aiszeté es también cualidad, cantidad, etc. Así la quididad, tal y como la hemos definido, va a acumular las paradojas siguientes: es la esencia  sin materia de un ser material, es la forma en cuanto que esta pretende definir por sí sola un ser que no es forma, sino compuesto de materia y forma; es el alma que se ofrece como esencia del cuerpo, es decir, como lo que el cuerpo es.

Si seguimos literalmente el ti en einai que no es algo de la cosa, sino lo que la cosa es (es decir, era) debemos conceder que en el caso del ser sensible hay que distinguir entre su ser compuesto y lo que es, es decir, lo que era. El ser sensible no es lo que es.

A plantea el problema de saber si la quididad es o no diferente de cada ser; cuestión extraña, pues cada cosa no parece ser diferente de su propia esencia, y la quididad parece ser la esencia de cada cosa. Cuestión necesaria, sin embargo, pues nos vemos obligados a responder negativamente en el caso de los seres compuestos (inanimados), compuestos de una esencia y un predicado accidental, a los que A llama ta legomena kata simbebekos. [p.e hombre blanco que al  no tener otra quididad que la del hombre pero no confundiéndose, sin embargo, con hombre, es diferente de su propia quididad].

A la inversa sería de esperar que el ser coincidiera con su quididad en el caso de los seres por sí. Pero aquí A tropieza con la teoría platónica según la cual, la quididad de una cosa, aunque sea simple, está separada de la cosa y proyectada fuera de ella, bajo el nombre de Idea. A critica esta doctrina y concluye que nada impide a ciertos seres ser inmediatamente lo que son, es decir, su propia quididad; si es cierto que la esencia es, según nosotros, la quididad. Pero esta separación que A califica como absurda y que, entre otras consecuencias, tiene la de hacer imposible conocer aquello de lo que es esencia la esencia, A se ve obligado a reintroducirla en el seno de los seres compuestos.

A obra de mala fe cuando al criticar la doctrina de los platónicos toma ejemplos sólo el Bien, el Ser, el Uno a propósito de los cuales es efectivamente absurdo separar el ser de la quididad. Pero no era la consideración de esos seres la que había conducido a Platón a la teoría de las Ideas, sino las dificultades suscitadas por los seres sensibles, pues, estos son los que no son lo que son. A seguirá siendo más platónico de lo que él mismo cree, cuando tras rechazar la separación en el caso de los seres simples, la reintroduce en el caso de los seres compuestos, es decir, sensibles; sólo que esta separación entre el ser y la quididad no será ya una separación entre dos mundos, como si la quididad estuviera hipostasiada fuera del ser cuya esencia a la vez es y no es. La separación en A está interiorizada, trasladada al propio interior de la esencia sensible, la cual, por no ser sólo esencia se halla separada no ya de otro mundo sino primero y ante todo de sí misma. Así llegamos tras la distinción de categorías, la división de los tres principios del devenir y la oposición entre acto y potencia, a la más fundamental de las escisiones que afectan al mundo sublunar: la que lo separa de sí mismo, es decir, de lo que es o era. Conocemos ahora la fuente de esta separación: se trata del movimiento, el cual así como escindía al ser en una pluralidad de categorías o de los principios, y autorizaba así la disociación predicativa, también se encuentra en el origen de la escisión por la cual el ser, al poder convertirse siempre en algo distinto de lo que es, nunca es del todo lo que es. Traduciéndose ese no ser del todo, a un tiempo, mediante la pobreza de discursos esenciales (las definiciones), y mediante la abundancia indefinida de los discursos accidentales. A tras recordar que la esencia designa de una parte la forma y por otra el compuesto (to sinolon) añade: toda esencia compuesta es por ello mismo engendrable y corruptible. El movimiento es el fundamento de la composición de lo engendrable, mientras que la inmutabilidad de la forma garantiza por si sola la unidad. A invoca el movimiento a fin de oponer la engendrabilidad del compuesto a la inengendrabilidad de la forma. La consecuencia que de ello extrae A constituye una respuesta negativa a la pregunta: hay definición de los seres compuestos: no la hay porque las esencias sensibles individuales toman una materia cuya naturaleza es poder ser o no ser, y porque no hay definición de aquello que puede ser de otro modo que como es. De aquello que puede ser de otro modo que como es, además de no haber definición, tampoco hay demostración, pues sólo hay demostración de lo necesario. El paralelismo que se establece entre definición y demostración (se trata de dos géneros muy diferentes de discursos: uno referido a la esencia y el otro a una proposición, o mejor, a una relación entre cosas expresado por la proposición) donde la idea de composición proporciona aquí el vínculo entre definición y demostración. Pues, si la definición de lo simple no puede ser más que una paráfrasis en torno a la simplicidad de eso que es simple, sólo dividida en el discurso, la definición de lo compuesto (suponiendo que exista) expresaría por una parte una composición real que se expresa en una proposición de estructura predicativa normal. De ahí, la cuestión que A se plantea de si no hay una posible demostración de la definición compuesta, es decir, si no de la definición misma (pues, no hay demostración posible de la relación entre la palabra y la cosa o entre la cosa y su esencia), sí al menos de la composición que ella expresa. La pregunta qué es un eclipse, en la medida en que tratamos un ser compuesto, se transforma en la pregunta acerca del por qué de la composición. Así, puede haber demostración de la definición en el caso de la definición compuesta, no en el caso de la definición simple; en efecto, preguntarse el por qué es siempre preguntarse por qué un atributo pertenece a un sujeto. Por el contrario, buscar por qué una casa es ella misma no es buscar nada en absoluto. Pero estas observaciones sólo serían obvias si admitiesen la posibilidad de definición de lo compuesto (y no solamente demostrarlo); posibilidad que hasta ahora nos había parecido dudosa. Puede definirse el hombre y el músico; pero no se define el hombre músico porque músico es un atributo accidental del hombre y la definición que expresa la quididad ignora los atributos accidentales. Por tanto, si A habla aquí de definición de lo compuesto, es porque piensa en un tipo de definición cuya composición fuese demostrable. Volvemos a encontrar aquí la noción de acción demostrable o por sí que le permite a A escapar parcialmente al dilema de la esencia vacía y la accidentalidad sin sustrato.

Hay atributos que sin ser la esencia, son deducibles de ella. No se trata del género (que es indiferente a sus diferencias), sino de la quididad (que, por su parte, va lo más lejos posible en el sentido de las determinaciones de la cosa, a condición de que no sean accidentales. Vemos que los límites de la esencia, en el estricto sentido de quididad, se hacen aquí singularmente imprecisos: la esencia se proyecta hacia sus accidentes, los absorbe en su propio movimiento como tantas otras realizaciones de su exigencia [p.e si la casa es abrigo, la materia de que está hecha debe ser resistente; así cierta cualidad de la materia entra en la quididad, es decir, en la definición formal de la misma. La quididad se nos aparece, entonces, a una nueva luz: no es el límite más allá del cual el discurso recaería en la accidentalidad, sino que se convierte en principio y causa de sus propios accidentes; no es ya aquello hacia lo que tiende la definición, sino el principio de una demostración de la que es término medio. No es ya el lugar de separación entre la cosa con su propia esencia, la huella del esfuerzo impotente por captar la cosa en su totalidad. Se convierte en principio y causa, en el principio unificador, mediador, que concilia la cosa consigo misma, es decir, la cosa como materia y la cosa como forma. A la pregunta por qué estos materiales son una casa podemos responder ahora: porque a estos materiales corresponde la quididad de la casa.

La quididad representaría así la radiante simplicidad de lo simple; que absorbe dentro de su poder explicativo a la división misma. La composición ya no sería escisión sino sobreabundancia; el maleficio del movimiento quedaría deshecho. El mundo sublunar sería también un mundo en el que la forma engendraría su materia, donde los accidentes expresarían la riqueza de la esencia, y no su pobreza; y donde la contingencia misma sería explicada y por ello mismo dominada. Pero, en realidad la tesis de la determinación de la materia por la forma es, ella misma, una interpretación abusiva de los pasajes invocados. Debe de recordarse, en efecto, que las nociones de materia y forma son esencialmente relativas, porque no designan elementos, sino momentos de pensar el ser en movimiento: lo que es materia por respecto a tal o cual forma es, ello mismo, forma por respecto a una materia más primitiva. Ahora bien, si la relación entre forma y materia puede ser clara, es decir, deducible, en el plano más alto de la composición, ya no lo es cuando nos aproximamos a la materia primera, que sigue siendo fuente de una contingencia fundamental.

Así si bien, la forma de la casa es la causa de una cualidad de la materia (la solidez), no llega ni puede llegar a determinar en detalle la naturaleza del material empleado: puede ser piedra o también ladrillos o madera. Incluso en el caso de que la materia no soportase indeterminación alguna en cuanto a su naturaleza, como si la quididad de la casa implicase que fuese necesariamente de piedra, seguirá presente esa infinitud residual de la materia, en cuya virtud, nunca es del todo transparente a la acción informadora de la quididad. Los artesanos conocen bien esos accidentes de la fabricación, esa indeterminación constantemente animada, pero nunca totalmente dominada. La misma naturaleza conoce fracasos, debidos a la resistencia de la materia y que, en casos extremos, pero que manifiestan la precariedad de la vida, llagan hasta la producción de monstruos.

La demostración nunca agota del todo, por tanto, el contenido de la composición, y deja siempre fuera de ella misma una parte de los accidentes, los cuales al no acceder a la dignidad de lo que es por sí, se sustraen por siempre a la definición de la esencia. Todos los grados son aquí posibles, desde la generación exhaustiva de la materia por la forma (lo que sólo sucede en el caso de esos seres irreales que son los seres matemáticos) hasta la accidentalidad pura y simple, donde la relación entre materia y forma es imprevisible, o si bien es constante, todo lo más que se puede hacer es hacerla constar. Habrá que renunciar aquí a las definiciones sintéticas del físico para contentarse con las definiciones dialécticas que, ateniéndose al sentido de las palabras y conformándose con descifrarlo, son incapaces de definir, es decir, de explicar la composición de ese sentido con tal y cual materia. Encontramos aquí un nuevo aspecto de esa deficiencia fundamental, en cuya virtud, la quididad nunca es por completo la quididad de un ser que sea esa quididad.

Si la quididad no es un criterio suficiente de unidad, es por lo menos una en sí misma. A desarrolla aquí también una aporía que nunca será resuelta del todo; en efecto, o la quididad es simple o es compuesta.

a) Si es simple nada puede decirse de ella, ni siquiera definirla, pues, todo discurso es compuesto.

b) Si es compuesta podemos definirla, pero, esa definición será insuficiente mientras no haya sido demostrada.

En el silogismo de la esencia, es decir, aquel mediante el cual, la quididad es quididad de tal y cual ser, compuesto de tal y cual manera; la menor, que explicita la función causal de la quididad, no es una proposición atributiva, sino una definición, en la que el verbo ser, ya no expresa ya la pertinencia de un atributo a un sujeto, sino la equivalencia convencional entre una palabra y una significación. Toda la teoría de la demostración de A, que hacía de la esencia el término medio, es decir, el principio de la demostración, exigía la consecuencia de que es imposible la demostración del principio. Pero la insistencia de A en plantear este problema muestra que no se contentaba fácilmente con esa oscuridad inevitable de los principios, y que su ideal seguía siendo el de la inteligibilidad absoluta. Al menos esta investigación le lleva siempre a aplazar siempre lo inevitable. A tras concluir que la definición no demuestra ni prueba nada, y que la esencia no puede ser conocida ni por definición ni por demostración, vuelve a abrir esa discusión aparentemente cerrada, y muestra que puede hablarse en cierto sentido, pese a todo, de una demostración de la esencia Pues, conclusiones que contienen esencias deben ser obtenidas, necesariamente, a través de un medio que sea él mismo una esencia.

[p.e el eclipse, en cuanto interposición de la tierra será la esencia, y por ello, la causa del eclipse en cuanto privación de luz] Este medio, causa de la esencia, sólo podrá ser aquí la esencia de la esencia, es decir, la esencia misma pero considerada bajo otro de sus aspectos. Por tanto, sólo podremos demostrar la esencia desdoblándola; y de todas maneras, tal desdoblamiento, a menos que se repita hasta el infinito, dejará sin demostración aquel de los dos aspectos de la esencia que es causa del otro. De manera que de las dos quididades de una misma cosa, se probará una y no se probará la otra. Llegamos, pues, a la consecuencia de que lo simple sólo se nos entrega desdoblándolo; en el caso del silogismo de la esencia, A presenta este procedimiento como lógico, es decir, dialéctico. Intervención de la dialéctica como solución residual, que no es más que una repetición infinita de la cuestión; interviene la dialéctica allí donde se trata de los fundamentos últimos del discurso.  

[El que la materia y la forma no fuesen co-originarias sino jerarquizadas en el sentido de un primado ontológico y causal de la forma entendida como generatriz de la materia, es una interpretación que está fuera de lugar].

Aquí la intervención de la dialéctica no traduce solamente la impotencia del discurso humano. La dialéctica se amolda a la duplicación infinita mediante la cual, la quididad se esfuerza por precederse así misma para fundamentarse: siempre anterior así misma, causa y principio de sí misma y, sin embargo incapaz de captarse en su imposible unidad, porque es siempre distinta de sí misma. Los análisis del libro Z parecían conducir a una doble conclusión negativa: de los seres sensibles e individuales no hay definición ni demostración, dado que estos seres tienen una materia cuya naturaleza es poder ser o no ser; pero, por respecto, a los seres sensibles no está mejor dotado; está claro que no hay a propósito de ellos una investigación ni enseñanza. No se puede decir nada de los seres sensibles porque son simples; no se puede decir nada de los seres compuestos porque el movimiento que los afecta los entrega a una fundamental contingencia. Pero habría que añadir que en el mundo sublunar existen núcleos de simplicidad relativa que son las esencias y relaciones de composición que se dejan reducir parcialmente a atribuciones demostrables. En este punto a medio camino entre la simplicidad inefable y la composición puramente accidental se mueve el discurso humano. Pero el movimiento del discurso, y este será quizá el movimiento de su realización) ocurre a imagen del movimiento de las cosas: la simplicidad de lo simple no se nos entrega más que en el movimiento por el cual se divide. Como estamos en el movimiento, nos hallamos por siempre alejados del comienzo de todas las cosas, e incluso de cada una de ellas; pero como lo propio del comienzo es devenir, o sea, separarse de sí mismo, el esfuerzo impotente de nuestro discurso ante la fuente siempre huidiza de la escisión llega a ser, paradójicamente, la imagen de la escisión misma. Lo simple se pierde cuando se divide, pero vuelve a encontrarse quizá en el movimiento mismo que lo pierde.

LA CIENCIA REENCONTRADA

La ciencia sin nombre, a la cual se ha dado el nombre de Metafísica, parece oscilar inevitablemente entre una teología inaccesible y una ontología incapaz de sustraerse a la dispersión: de un lado un objeto demasiado lejano, de otro uno demasiado cercano.

Los dos proyecto de A, el de un discurso unitario acerca del ser y el de un discurso primero y por ello fundamentador, acaban ambos en fracaso.

En A la imposibilidad de una teología no sólo se halla y se hace constar, sino que se la justifica constantemente y esa justificación de la imposibilidad de la teología llaga a ser el sustituto de la teología misma. La imposibilidad de pensar a Dios en términos de movimiento conduce a la teoría del primer motor inmóvil y la imposibilidad de aplicar a dios la experiencia humana del pensamiento lleva a la definición de dios como pensamiento que se piensa así mismo. En A se realiza una teología demostrando su propia imposibilidad, una filosofía primera que se constituye estableciendo la imposibilidad de remontarse al principio; la negación de la teología se hace negativa. Esta negatividad traduce los límites de la filosofía y no un vuelco imprevisto de tales límites. El discurso negativo de Dios revela la impotencia del discurso humano y no la infinitud de su objeto, ya que se da una inadecuación del discurso humano y más en general de la experiencia humana por respecto a las perfecciones de dios, y una imposibilidad de que el discurso humano, de que el hombre, coincida con un principio del que está separado por el movimiento.

Asimismo la negatividad de la ontología no revela sólo la impotencia del discurso humano, sino la negatividad misma de su objeto.

La consecuencia es que de estas dos negatividades acaban por compensarse: las dificultades del discurso humano acerca del ser se convierten en la más fiel expresión de la contingencia del ser: el ser no es ya ese objeto inaccesible que estaría más allá de nuestro discurso, sino que se revela en los mismos titubeos que hacemos para alcanzarlo: el ser, al menos ese ser del que hablamos, no es más que el correlato de nuestras dificultades. El fracaso de la ontología se convierte en ontología de la contingencia, es decir, de la finitud y del fracaso.

La aporía es ella misma el proceso de investigación: el estancamiento infinito de la cuestión qué es el ser llega a ser la imagen más fiel de un ser que nunca es del todo lo que es, y que nunca acaba de coincidir consigo mismo. La ausencia de camino se convierte en una pluralidad de vías: la incapacidad del discurso humano para recortar una única significación del ser, nos lleva a dejar que surja la pluralidad irreductible de categorías en las que se desvela.

Los rodeos mediante los cuales se aproxima al ser son la exacta expresión del gran rodeo mediante el cual lo simple se realiza moviéndose, es decir, alejándose de sí mismo. El movimiento es lo que, al separar al ser de sí mismo, introduce en el la negatividad; también es aquello por medio de lo cual el discurso humano es esfuerza por encontrar su unidad perdida. Fundamento de la escisión es, al mismo tiempo, su carácter correctivo. El movimiento es lo que más aleja a los seres de dios, y el único camino que les queda para aproximarse a dios. El movimiento se produce para dejar de moverse; el movimiento imitará la inmovilidad por su infinitud (ya que nos encontramos en un mundo en el que no es suprimible el movimiento porque es natural), y no ya sólo por su regularidad, se esforzará por elevarse al plano de la inmovilidad sin conseguirlo nunca. Todo el movimiento del mundo es sólo el esfuerzo impotente y, sin embargo, mediante el cual se esfuerza por corregir su inmovilidad y aproximarse a lo divino.

El tiempo es lo que impide al hombre ser inmortal pero también es aquello en virtud de lo cual se inmortaliza en la medida de lo que puede. Asimismo la serie lineal de las generaciones corrigen, con la permanencia de la especie, la inmortalidad de los individuos. La infinitud del tiempo suple aquí, haciendo posible el indefinido retorno de lo mismo,  la finitud de los seres en el tiempo. La misma ambigüedad se presenta a propósito de la contingencia: si no hubiese contingencia ya no valdría la pena deliberar y tomarse trabajos. La contingencia y lo que ello implica deben ser admitidos como condición de posibilidad de la deliberación, la acción y el trabajo de los hombres. La negación de la contingencia conduce al argumento perezoso, a la inversa es el rechazo moral de la pereza lo que le proporciona una rehabilitación de la contingencia que, al hacer posible la actividad del hombre, se da así mismo su propio correctivo: El discurso mismo es movimiento.

El discurso humano está tan sujeto a la condición temporal que, no sólo piensa en el tiempo lo que está en el tiempo: hasta lo intemporal puede ser pensado sólo a través de los esquemas de la temporalidad, del mismo modo que lo no-cuantitativo se piensa sólo a través de lo cuantitativo. En general, sólo podemos aproximarnos (y de manera inadecuada) a lo que siendo inmóvil, está más allá de las categorías, a través de las categorías mismas. El pensamiento humano es un pensamiento en movimiento del ser en movimiento, una inexacta captación de lo inexacto, una investigación cuya inquietud misma resulta ser imagen de la negatividad de su objeto. Precisamente porque el pensamiento humano está siempre separado de sí mismo, coincide con un ser que nunca llega a coincidir consigo mismo. La ciencia destaca lo necesario (lo que puede ser de otro modo) sobre un fondo de contingencia (lo que puede ser de otro modo). Pero, si bien, la contingencia no puede ser desterrada nunca completamente de su horizonte, la ciencia está menos atenta al horizonte mismo que a los núcleos de estabilidad que en él descubre. Y es que, si en el mundo sublunar la necesidad aparece en un fondo de contingencia, será competencia de un pensamiento más abierto y un discurso más general que el pensamiento y discurso de lo necesario, pensar el mundo sublunar como horizonte de los acontecimientos que se producen en él como mundo contingente. A este pensamiento abierto a lo indeterminado, a ese discurso que se mueve más allá de los géneros lo llamó dialéctica. Dialéctica que, infravalorada por relación a la ciencia, resulta encontrar en aquello mismo que parecía descalificarla (su excesiva generalidad, su inestabilidad, su incertidumbre) ocasión de afirmar una imprevista superioridad. El hombre, en cierto sentido, está condenado a pensar el ser dialécticamente, por hallarse desprovisto de la intuición de un origen del que está irremediablemente separado y de una totalidad de la que es fragmento. Pero resulta que el carácter dialéctico del proceso de investigación se amolda aquí a lo que hay de inacabado en el en un ser en cuanto ser que no es, a su vez, sino el índice de una investigación imposible.

Según él, hay dos clases de seres: los seres primeros y por sí, es decir, inmóviles y simples que son su propia quididad: pues no son nada más que la esencia y la esencia es, según nosotros, la quididad. Pero hay otra clase de seres que no son sólo la esencia y que mantienen por ello, con su quididad, una relación más compleja que los primeros; tales seres no son inmediatamente su quididad. Lo que caracteriza a las cuasi- esencias del mundo sublunar, por oposición a las esencias simples e inmutables, es que están separadas de sí mismas. Pero lo que las acerca a las primeras y permite llamarlas también esencias es que pueden coincidir consigo mismas, si no inmediatamente, en virtud de un rodeo. Así, pues, la necesidad de una mediación dentro de sí misma, lo que opone esencias inmutables a esencias simples y les permite equiparase a aquellas es, Sólo que lo que es en un caso unidad originaria, será unidad derivada en el otro; lo que es coincidencia consigo misma sólo se retomará, desde el fondo de la escisión, mediante el laborioso trabajo de intermediarios; los cuales son, en el terreno del saber teórico: la demostración y la dialéctica. La demostración no es más que una mediación para nosotros exigida por la dispersión de nuestra mirada, y no por la dispersión de si objeto. Todo el movimiento de la demostración tiene como objetivo manifestar la relación entre un sujeto y un predicado aparentemente accidentales, el despliegue de la unidad interior de la esencia, la del término medio.

La dialéctica, a diferencia de la demostración, no nos encamina hacia la intuición de una esencia que, haría entonces inútil, la búsqueda de una mediación. No es mediación hacia la esencia, sino el sustitutivo de la unidad esencial allí donde tal unidad no puede hallarse. Y es que allí donde falta intuición, es preciso que se reemplace su silencio. Y allí donde este silencio se calla el principio y el fin, el discurso nunca acabará de intentar volver a asir un fundamento que se le escapa. La dialéctica es lo único que puede suplir el silencio ante los extremos, porque es la facultad de los intermediarios: El fracaso de la intuición es la realidad de la dialéctica. Pero la dialéctica sólo tiene sentido si se endereza a su propia supresión, es decir, a la intuición, incluso si tal intuición ha de permanecer futura por siempre.
La imitación aristotélica es una relación ascendente, en cuya virtud, el ser inferior se esfuerza por realizar, con los medios de que dispone, un poco de la perfección que divisa en el término superior y que este no ha podido hacer bajar hasta él. La imitación aristotélica supone una cierta impotencia por parte del modelo, ya que es esa impotencia lo que se trata de compensar. Es utilizar la contingencia en contra de ella misma.

El ideal teórico de A, ideal que sabe irrealizable, pero que debe de servir de proceso regulador en las investigaciones y acciones particulares, es el automatismo; porque el hecho de moverse así mismo es, en virtud de su circularidad (que hace inútil todo motor distinto del móvil), la más cierta imitación de la noción inmóvil de Dios.

Por consiguiente, lo que separa al imitador de lo imitado no es la diversidad de medios más o menos complejos empleados para alcanzar cierto fin, sino la necesidad de mediación por una parte, y la ausencia de mediación por otra. Y es que sólo se emplean medios para prescindir de ellos, pues precisamente el bien está en poder de prescindir de mediaciones.
La imitación aparece entonces no tanto como realización de una copia, cuanto como una imagen degradada del acto subsistente del modelo.

El hombre se nos aparece entonces como agente privilegiado de ese inmenso esfuerzo de sustitución mediante el cual, el mundo sublunar suple imitándolo, los fallos de un Dios que no ha podido descender hasta él ero, que le ofrece al menos el espectáculo de su propia perfección. Es agente privilegiado puesto que con él la sustitución se hace consciente: todos los seres son movidos por la aspiración a lo divino, cuya perfección imitan; pero sólo en el hombre esa imitación se hace imitación de un espectáculo. Sólo el hombre conoce aunque sea un poco, lo que imita. Solamente en el hombre, la oscura moción de lo trascendente se hace un ideal de trabajo ya acción. El hombre se convierte así, dentro de este mundo, en el más activo sustituto de lo divino. Lo que hay de divino en el mundo sublunar es producto del esfuerzo de este mundo por equiparase a un dios que ese mundo no es. De manera que se trataría de una diversidad más bien vicaria, sustitutiva. Y es que el hombre comporta algo divino que es esencialmente el entendimiento. El hombre es un ser que por su intelecto participa de lo divino, ya que no es más que una partícula del éter sideral. Pero la fórmula de A adquiere un sentido nuevo: lo que hay de divino en el hombre, ya no es lo que en él subsiste de su origen divino sino quizá, al contrario el esfuerzo del hombre para volver a captar su origen perdido para equipararse y equiparar el mundo en que habita al esplendor inmutable del cielo; para introducir en el mundo sublunar un poco de esa unidad que dios no ha podido o no ha querido hacer penetrar en él, pero cuyo espectáculo nos ofrece.

La divinidad del hombre no es, por tanto, la degradación de lo divino en el hombre, como la aproximación infinita a lo divino por parte del hombre.

Y es que el hombre se inmortaliza no elevándose por encima de sí mismo sino perfeccionándose hacia lo que es: La divinidad del hombre no es otra cosa que el movimiento mediante el cual el hombre se humaniza, accede o intenta acceder a su propia quididad de la cual se halla separado a cada instante como todos los seres del mundo sublunar. La ontología de A, en cuanto discurso que se esfuerza por llegar al ser en su unidad, halla en la estructura fracasada de su propio proceso de búsqueda, el resultado que ese proceso no podía suministrarle: la investigación de la filosofía se convertía en filosofía de la investigación. La investigación de la unidad ocupa el puesto de la unidad misma. La ontología que tomaba a la ontología como modelo se convertía poco a poco en el sustitutivo sublunar de una imposible teología. Pero la dialéctica que, es el aspecto teórico de la mediación no es un único aspecto, pues la filosofía de A no es sólo una filosofía teorética, es también una filosofía práctica y poética; mostrando así, que el saber o la búsqueda del saber, no constituye la única modalidad de relación del hombre con el ser, sino también la praxis o acción inmanente; principalmente moral y poiesis, acción productiva.

La acción moral imita a través de la virtud y la relación con el otro, lo que en Dios es inmediatez de la intención de la intención y el acto, principalmente moral o, dicho de otro modo, autarquía, y como entonces la mediación virtuosa o amistosa realiza a través de la relación con el otro un bien que, en Dios es coincidencia de él mismo consigo mismo. El aoristo de la actividad humana imita el perfecto acto divino, como la consumación consumada por medio del hombre, imita la consumación de Dios siempre consumada ya. Y es que hay que manifestar la unidad estructural de la especulación efectiva de Aristóteles.


La metafísica de A sólo es metafísica inacabada por ser una metafísica del inacabamiento y que, por ello, es la primera metafísica del hombre; no sólo porque no sería lo que es si fuese un animal o un dios sino porque el inacabamiento del ser se descubre a través de ella, como el nacimiento del hombre. A no era tanto el fundador de una tradición como el iniciador de la pregunta que tenía siempre el carácter de inicial siendo la ciencia que la plantea eternamente buscada. Y es que no se pude prolongar a A sino volver a iniciarlo. Sabemos que por no encontrar lo que busca, encuentra el filósofo, en esa búsqueda misma, lo que no buscaba. Lo cual constituye la tendencia eternamente arcaica de una sabiduría que A ya juzgaba oscura, y es que si no espera, no hallará lo inesperado, que es inhallable y aporético. Resolver la aporía, en el sentido estricto de darle solución, es destruirla; pero resolver, en el sentido de trabajar en su solución, es resolverla. Las aporías de la metafísica de A no tenían solución, en el sentido de que no podían resolverse en ninguna parte dentro de un universo de las esencias. Pero si hay que intentar siempre resolverlas es porque no tienen solución, y por eso, esa búsqueda de la solución es a fin de cuentas la solución misma. Trabajar en resolver la aporía es descubrir; no cesar de buscar qué es el ser, es haber respondido ya a la pregunta qué es el ser.